Eran las dos, o a lo sumo las dos y media de la mañana. Llovía y yo estaba en el bar Iberia, en la Avenida de Mayo. No sé por qué, con mis amigos lo llamamos El Iberia, como quien dice El Clarín u otros modismos del habla popular. De hecho mis amigos ya se habían ido, y con ellos la conversación. Me había quedado solo, afuera seguía lloviendo, y no quería volver a casa. Por un segundo, o quizás por más, imaginé que mi casa era El Iberia. Y por un segundo, o quizás por menos, fui feliz. Luego, me puse a releer a Cyntia Ozick. Vengo leyendo a Ozick desde que Andi Nachón me la hizo conocer en Sevilla en 1993.
Creo que leí toda su obra. Pero ahora la estoy releyendo por razones profesionales. No está mal ganarse la vida leyendo buenos libros, aunque el sueldo sea bajo y no logre llegar a fin de mes. En El Iberia tenía plata sólo para pagar un whisky (lo rebajo con agua para que dure más). No me alcanza para volver en taxi; tengo que caminar hasta Congreso para tomar el 151 o el 168 (pero todavía faltaba bastante, todavía fantaseaba con que El Iberia era mi hogar).
Estoy leyendo The Puttermesser Papers, cotejándolo con su traducción al francés (Les papiers de Puttermesser) y con su primera traducción al castellano, todavía en curso, con detalles sin pulir. En eso, tres hombres se sientan en la mesa de al lado. Son jóvenes, unos 35 años. Cruzamos miradas, me parece que conozco a uno, pero no estoy seguro. Hablan en voz alta, están un poquito borrachos. Alegres. Escucho que vienen del Malba, de una presentación de un libro de un pintor (¿Sería de la de Benito Laren? Sé que estaba por presentar su libro ahí, me hubiera gustado ir, pero no presté atención a cuándo era.)
Después caminaron por Las Heras buscando un restaurante barato. Más tarde pararon en un primer bar, y llegaron finalmente al Iberia. Uno fue al baño. De los dos que quedaron en la mesa, el que estaba más cerca de mí se puso a llorar. No logré escuchar qué había pasado. Todavía alternaba entre querer leer a Ozick y querer escuchar la conversación vecina. Ya no pude seguir leyendo. El que lloraba lo hacía lentamente: no era un llanto efusivo, ni tampoco el llanto triste de la borrachera, era más bien el llanto de alguien que prefería llorar a cualquier otra cosa. Diría, casi, que disfrutaba de llorar.
El otro –al que le había visto cara conocida– empezó a recitar Lloraría, el poema de Sergio Bizzio: “Lloraría/ y lloraría/ y lloraría, cómo que no. /Lloraría por lo que perdí/ (¿vos no?)/ pero más por lo que evité/ ¿Por qué lo perdí, por qué lo evité? (…) ¿Lloraría? (…) ¿Llueve?/ Llovizna./ Lloraría”. Y de repente, tuve ganas de llorar yo también. ¿Por qué? No lo sé, no soy poeta. Comencé a lloriquear recordando a Fogwill, y la forma en la que recitaba mi frase favorita de Pessoa: “El mundo es para quien nace para conquistarlo/ y no para quien sueña que puede conquistarlo”. “Encontraste el momento militar de Tabaquería”, decía, y se reía en medio de una tos de enfisema. Lloraba por él, y por muchas otras cosas; lloraba en El Iberia, porque los mozos pedían que me fuera, que volviera a casa. Amanecía y hacía rato que los de la mesa de al lado se habían ido. Salí, y me dieron ganas de leer Paraguay, un libro de poemas de Bizzio de 1991, que hacía al menos diez años que no releía. Abro el primer poema, comienza así: “Ocurre algo curioso: llora”.