Si yo fuera editor, un observador del mercado editorial, o apenas alguien interesado en las novedades de las mesas de librerías, debería tomar nota –a modo de reconocimiento y elogio– de la política de traducciones de la colección de ensayos de la editorial Eterna Cadencia. Pero como no es mi caso, no sé exactamente qué decir. De hecho ese “no saber” es mi condición cotidiana, la introducción a un malentendido que me acompaña desde siempre. Por ejemplo, pocos saben las razones por las que llegué a escribir regularmente esta columna dominical. Era una tarde de invierno, venía caminando por la calle Tacuarí. De repente se me ocurrió que yo podría ser una buena fuente de información para las denuncias que en ese entonces llevaba adelante Jorge Lanata contra el grupo Clarín. Así que subí a verlo al diario PERFIL, pero me dijeron que ya no escribía más el panorama político, que estaba por fundar Crítica. Con la redacción semivacía (era un lunes al mediodía), no sé por qué, me dirigí a la sección Cultura. Pero me informaron que a esa hora el editor estaba tomando su clase de skate. Entonces, para reposarme, me senté frente a una computadora. De golpe alguien pasó –parecía un jefe– y me gritó: “Quiero tu nota en media hora”. Como de costumbre, no sabía qué hacer, y escribí un texto sobre Walter Benjamin (al que nunca había leído, pero sobre el que había escuchado hablar en el programa de tele de Ricardo Forster) que, curiosamente, se publicó el domingo siguiente. En fin… no viene al caso seguir con esas anécdotas privadas que no le importan a nadie. Más importante es volver sobre el notable catálogo de ensayo de Eterna Cadencia, que incluye El absoluto literario, de Lacoue-Labarthe y Nancy, La ficción de la narrativa, de Hayden White, sumados a varios otros títulos de tono frankfurtiano –como la reedición corregida de Origen de la dialéctica negativa, de Susan Buck-Morss, más alguno del propio Benjamin– que lleva el catálogo hacia una discusión sobre el estatuto del ensayo crítico en la modernidad. Y ahora en la librería de mi barrio (en la calle Arbat) veo los últimos tres títulos publicados: La aventura de la filosofía francesa, de Alan Badiou, Introducción a la dialéctica, de T.W. Adorno, y Valencias de la dialéctica, de Frederic Jameson (publicados originalmente por las editoriales La Fabrique, de Francia; Suhrkamp, de Alemania, y Verso, de Inglaterra. No es aquí el lugar, pero habría que reparar también en el modo en que medianas editoriales argentinas como, entre otras, Eterna Cadencia –y desde hace más de una década Adriana Hidalgo– acceden a traducir libros de las más prestigiosas editoriales europeas, que antes parecían vedados para cualquier editorial que no fuera catalana). El de Badiou, por supuesto, no lo leeré (salvo si necesito hacer una investigación sobre el fascismo de izquierda), las clases inéditas de Adorno de 1958 caerán sobre mí desde mañana mismo, y el de Jameson ya fue leído, mucho más en clave de discusión que de empatía. A primera lectura, largos capítulos expresarían una cierta (o mejor dicho: una evidente) incomprensión con la obra de Derrida, Deleuze y de lo que se ha dado en llamar “posestructuralismo francés”. Pero en verdad, esa incomprensión primera, implica un desajuste segundo, de tipo especular, con esa tradición. Diremos unas palabras sobre ello el domingo que viene.