Nos quedábamos, en el fondo, más tranquilos con caníbales como Rudy Eugene, al que agarraron en 2012 desnudo en la autopista Mac Arthur de Miami, comiéndole a un linyera la cara de a cachos. O con caníbales como Austin Harrouff, al que pescaron el año pasado en Florida pegándole tarascón tras tarascón al rostro de un hombre al que acababa de matar. Al caníbal lo preferimos así: salvaje, primitivo, desbocado, animalizado, animal, en frenesí. Lo preferimos bestial, entregado a la crudeza en sentido literal.
Bastante más nos perturban, en cambio, Dmitri Bakshéyev y su esposa Natalia, que se estima engulleron a unas treinta personas en Krasnodar, sur de Rusia. A las víctimas las mataban y las trozaban, para luego empaquetarlas y guardarlas en la heladera, o bien para elaborarlas en conservas de distinta índole.
La escena doméstica, el escabeche, la espera: todo eso espanta más. Y espanta más el dato macabro de que la pareja caníbal no sólo se comía a sus víctimas, sino que además preparaban con ellas pasteles y bocados con los que abastecían a algunos bares y restorancitos de la zona. Porque al siniestro engullimiento del semejante, en el secreto del puertas adentro, se lo puede hacer encajar, mal o bien, en un imaginario de lo prohibido. Pero ¿qué hacer con esta especie de pequeñita empresa familiar, con la idea de cocinar para afuera, con el delivery barrial tan bien resuelto?
Ni instinto ni arrebato, entonces: estricto método, paciencia y organización, puros medios con arreglo a fines. Cayeron por lo que, hoy por hoy, cae casi todo el mundo: porque no resistieron la tentación de sacarse fotos con el celular y el celular fue a parar a manos impensadas. Que no hay documento de cultura que no sea un documento de barbarie lo sabemos ya por Walter Benjamin; los Bakshéyev nos invitan ahora a que leamos la barbarie como lo que más estrictamente es: un acto de cultura también.