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Entre gatos y medianoche

Uno ya se había forjado una carrera como cronista cuando el otro recién comenzaba en la profesión. Sus destinos se cruzaron cierta tarde de 1984, en que el escritor le ganó de mano al joven periodista una nota exclusiva con Julio Cortázar. En este texto inédito, Lanata rememora aquella anécdota, los consejos de escritura que recibió del autor que admiraba, la mítica fundación de “Página/12” donde terminó siendo su jefe, y las devociones y rencores que la figura de Soriano solía despertar en los círculos intelectuales y literarios argentinos.

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¿Ya pasaron diez años? Creo que sí, pasaron diez años. Podría llamar a distintas personas para preguntarles, pero algunos de ellos me traicionaron, otros nunca recuerdan las fechas y, por otro lado, escribo estas líneas a la una y veinticinco de la mañana y a esta hora no suenan los teléfonos de los hogares respetables.De modo que de mí depende, y sinceramente no recuerdo cuándo conocí a Osvaldo Soriano
Aunque, ahora que lo pienso, es probable que lo haya conocido durante una de las peores tardes de mi vida: en diciembre del ‘83, cuando Julio Cortázar hizo su último viaje a Buenos Aires. El entonces presidente Alfonsín armaba su gabinete en el Hotel Panamericano y yo era –a mi pesar– un demasiado esporádico colaborador del suplemento de Cultura de Clarín. Pero aquella tarde el azar jugó a mi favor: era una de las dos o tres personas en toda la ciudad que sabían sobre su presencia en Buenos Aires y, como si fuera poco, tenía un as bajo la manga: la dirección de su madre en Villa Urquiza. Me armé del valor que requería la escena y por primera vez, como colaborador más que ignoto, llamé al diario para pedir un auto. Antes de que pasara media hora aterrizó un Renault 12 con Motorola, chofer y fotógrafo. Cuando llegamos al lugar, un portero barría con dedicación las mismas baldosas por cuarta o quinta vez.
—Sí, Cortázar está parando acá, pero salió –dijo.
Esperamos más de una hora hasta que el tipo más alto del mundo, el de los ojos separados como los de un novillo, dio un pequeño salto de la calle a la vereda y se topó con nuestra guardia en la puerta. Cortázar ya había aceptado la entrevista cuando comenzó a vibrar, latosa, la radio del auto. El chofer me miró como un condenado a muerte:
—Che, nos dicen que nos volvamos...
Cortázar cruzó la puerta y le pedí cinco minutos para alcanzarlo arriba. Había un error, eso era todo.
—¿Quién dice que nos volvamos?
—No sé, del diario.
Tomé el micrófono del equipo y empecé a pulsar el botón de llamada:
—Eh, viejo, ¿qué pasa?
Expliqué que esa nota era exclusiva, y que Cortázar nos esperaba arriba, pero la radio no se conmovió. Intenté, por último, un patético argumento de autoridad:
—Tengo orden de Fernando Alonso, jefe del suplemento de Cultura, de hacer la nota.
—Y yo tengo orden del secretario general del diario para que se vuelvan –dijo la lata.
El chofer cerró la puerta mientras el fotógrafo acomodaba sus equipos en el asiento de atrás.
—¿Volvés? –me preguntó.
—Ni en pedo. Hago la nota.
Arriba Julio Cortázar, de setenta años, guayabera, mate y Gitanes, preguntó dulcemente hacia la puerta de la cocina:
—Mamita, el señor viene a hacerme una nota, ¿puedo hacerlo pasar?
—Sí, Julio, cómo no –respondió su madre, de noventa y tantos.
Aquella nota fue emitida por Radio Nacional y publicada por América en Letras, una ignota revista literaria en la que conocí y leí por primera vez a Fernando Noy. En la misma semana, Clarín publicó su reportaje en una doble página central.
—Vos no la hiciste porque el Gordo Soriano ya había arreglado la nota más arriba.
—¿Soriano? ¿Y quién es ese hijo de mil putas de Soriano?
Yo sabía de memoria quién era Soriano: era el tipo que me había contado, en Artistas, locos y criminales, la historia del diario La Opinión; el autor de un par de grandes novelas para mí desconocidas en aquel entonces, y el cronista que mejor había narrado la carrera con la muerte del enrulado Robledo Puch.
Ese era Soriano.
Trabajamos, cenamos, fumamos y tomamos cincuenta o sesenta veces hasta que me animé a contarle esta historia. Yo seguía siendo su lector, pero, puesto a crear cargos idiotas, el destino me había convertido en su “jefe”, como director de Página/12, y a él, en mi asesor editorial. —Con Cortázar, Osvaldo, ¿te das cuenta? Yo me moría por hacer esa nota.
El Gordo sonrió algo avergonzado, masticó su cigarro apagado y dijo alguna trivialidad como:
—Ah, sí... mirá, vos.
No se acordaba.
En 1987, yo era un chico de veintiséis años que despertó en un sueño; rodeado de casi todos los autores que leí con pasión en mi adolescencia: Juan Gelman, Eduardo Galeano, Miguel Bonasso, Osvaldo Bayer, Osvaldo Soriano. Muchas veces temí despertarme de aquel sueño en medio de una pila de gacetillas por terminar. Pero no sucedió.
—Nos va a ir bien. Nos va a ir muy bien, mirá... michi, michu... Mirá, mirá...
Un gato blanco y gris bajó de golpe una persiana para remolonear en los tobillos de Soriano.
—¿Ves? Los gatos están con nosotros... Es buena suerte.
Era una medianoche de mediados de mayo de 1987, y caminábamos solos, por Sarmiento, hacia Claudio, un restaurante vecino al Teatro San Martín. Estábamos cansados y ansiosos. Cada uno de nosotros tenía un par de números cero de Página/12.
—Son una mierda, nunca vamos a hacer un diario.
—Vamos a comer, y paremos un poco.
—Están los carteles en la calle.
El número uno fue un poco menos espantoso, y el cincuenta algo correcto; y quizá pudimos, en aquellos ocho años que lo dirigí, hacer cinco o seis ediciones realmente buenas. El Gordo tenía razón: los gatos iban a darnos suerte.
Soriano vivía de noche, en su casa de La Boca, y en aquellos primeros años de Página/12 tuve la suerte de pasarle algunos borradores y de escuchar los mejores consejos para cualquiera, escriba relatos o la lista de almacén:
—Conviene usar los verbos en pasado. Hace que la acción sea más cierta, más contundente.
—No uses gerundios.
—Guarda con las metáforas. ¿Cuántas veces escribe Chandler “tal cosa es como... tal otra”? (Lo busqué: una o dos veces en cada novela, por eso sus metáforas son tan efectivas.) 
También me contagió su amor por Scott Fitzgerald, su interés por las figuras de Moreno y Belgrano, sus historias de Timerman (Jacobo sólo saludaba a los de determinado sueldo para arriba, contaba Osvaldo, que sufrió en La Opinión la marca hombre a hombre de un escribano puesto allí por Timerman para “vigilar” su trabajo y poder despedirlo con causa. Soriano miraba la Olivetti y el escribano le preguntaba:
—¿Qué está haciendo?
—Estoy pensando una nota.
También gracias a Soriano conocí la historia de Le Canard Enchainé, el semanario anarquista francés en el que los redactores que reciben un premio –voluntaria o involuntariamente– son despedidos de inmediato.
Soriano fue “popular”, lo que le valió el desprecio de mínimos y masturbatorios círculos académicos, y una constante pelea contra la pequeñez. Uno de los cinco autores de ficción más vendidos en Italia era puesto una y otra vez a prueba en los miserables círculos de la crítica argentina, incapaces de reconocer a un escritor aunque les respire en la cara. Ganó demasiado tarde, y por puntos, contra el cigarrillo y no dejó nunca de mascar unos cigarros gruesos y espantosos, que terminaban deshilachados en el cenicero.
—Volví a fumar.
—¿Por?
—Anteayer casi le doy una piña al dentista. Y hoy, cuando salía, le pegué una patada a un chico por la calle.
La última vez que nos encontramos, otro gato metió la cola. Fue en el bar de un hotel en Rosario, cuando cubrimos para la televisión aquella historia del gato almorzado en medio del rumor creciente de los saqueos. Teníamos mucha gente alrededor, y eran las cuatro de la tarde, y el Gordo acababa de despertarse, y hablamos ambos a la vez, alegres del encuentro, dándonos abrazos.
Después murió. Murió Soriano. Veinte años pasaron de aquella primera vez. Diez de su muerte, ahora, cuando mi memoria puede recordarlo sin que el corazón interfiera. Tengo tres gatos que no conoció y una hija menor que se lo perdió al Gordo, y me pregunto si Manuel, el hijo que Osvaldo tuvo con Catherine, seguirá teniendo esa mirada de lama que todo lo observa y aprende. Lo llamó Manuel por Belgrano, claro; es un nombre que tiene que ver con la libertad.
Veinte años. El tiempo se va volando, como las mañanas, y ahí está el Gordo pegándole una trompada al dentista, mascando esa porquería de tabaco, dándole el plato de leche al gato al llegar a casa, como Marlowe, y estremeciéndose con el aullido de los coyotes en la noche, que sigue siendo tierna.