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Entre la indiferencia y la solidaridad

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La noticia sacudió a Italia. Una cámara de vigilancia situada en un calle de Nápoles capta la historia. Un mendigo de origen africano en el piso. Frente a él pasa una mujer que lo ignora. A los pocos metros un hombre en una moto le arrebata la cartera. Benjamín, que así se llama el mendigo, se abalanza sobre el motociclista, la recupera y se la entrega a la mujer. El episodio daría para algunas enseñanzas morales acerca de la bondad de los pobres y de la indiferencia de las grandes ciudades. Pero lo interesante es que cualquiera podría haber estado en el lugar de esa mujer napolitana. Víctima de un robo e indiferente ante la mendicidad.

De hecho, quien se suba a un tren o a un subte convivirá con formas diversas y más o menos camufladas de la mendicidad: ciegos, enfermos que exhiben recetas de algún hospital, adictos recuperados que venden galletitas y facturas fabricadas por ellos mismos. Lo que el hecho de pedir esconde es que se trata de un trabajo. Esos mendigos salen todos los días a ofrecer algo a cambio de una moneda, deben memorizar un discurso eficaz, aprenden estrategias de venta.

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También es trabajo infantil el de esos chicos que hacen malabares con una pelota a cambio de una moneda, que dan la mano antes de cantar y exigen un aplauso después. Y también lo es el de los bebés o pibes chiquitos que ayudan, aun desde la pasividad, a que su madre se junte con algún dinero. Pero es un trabajo que tiene la ventaja o la desventaja de no parecer tal y que, unas monedas mediante, nos convierte a todos en sus patrones.
¿Cómo responder a esa demanda? La indiferencia es inevitable, aunque traiga necesariamente un callo en la sensibilidad. Hay quienes dan de manera selectiva, por ejemplo a los músicos o a los niños. Otros van dando hasta que se quedan sin monedas.

Pero la indiferencia más difícil de sostener es ante los mendigos que no trabajan de mendigos. Hay gente que de repente pareciera que se deja caer en la calle y duerme en el mismo exacto lugar donde los atrapa el sueño. Se han colocado fuera del mundo y dan una imagen de alguien que nos es absolutamente ajeno. No son, a diferencia de los mendigos, nuestros semejantes, salvo cuando, de vez en cuando, abandonan el abismo para salir a buscar dinero. Ellos no trabajan, se limitan a estar, al margen de todo margen, como una especie de cínicos sin ambiciones filosóficas.

A veces da qué pensar qué lleva a esos seres a elegir la precariedad de una vida transcurrida en un espacio en el cual el único contacto con los demás (salvo el propio grupo de mendigos) es fugaz y basado en alguna forma de la caridad, de la indiferencia o del desprecio. Nadie quiere saber de estas historias, así como no hay demasiado interés en lo que sucede en las cárceles ni tampoco hay quien indague en la biografía de los pibes chorros. Son como una masa indiferenciada, ajena, sombras en un paisaje indeseado.

El final de la historia de Benjamín contiene alguna de las claves para entender a esa gente que lo espera casi todo de la conmiseración ajena. Cuando llegó el momento de reintegrarle la cartera a la mujer, los transeúntes, viendo que era negro, enseguida lo consideraron responsable del robo. La xenofobia y la marginalidad producen estos equívocos, a veces fatales.

Los mendigos son un síntoma de que hay algo de imposible en la sociedad que nos hemos dado, que es mucho lo que no encaja. Esas personas parecen querer habitar esa sombra donde nadie se tome la molestia de cuidarlos, como cuentapropistas de la caridad que prefieren huir de la caridad socializada –la de las instituciones, la de la Iglesia– dentro de la cual no se sienten cómodos, donde se les da sin que medie un trabajo.

Vidas como las de Benjamín nada tienen de románticas, conviven en ellas un desarraigo esencial, una pertinaz miseria, un mundo sin expectativas. Tal vez sea eso lo que están diciendo cada vez que nos convocan para que les demos una moneda.

*Escritor y periodista.