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Apuntes en viaje

Entrenamiento de fantasías

Las estadías en las salas de embarque de un aeropuerto se me representan como temporalidad en estado puro. Las horas pasan como si estuviera junto al mar, lánguidas y precisas.

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Entrenamiento de fantasías | marta toledo

La parte más aburrida de un viaje uno supone sucede en un aeropuerto. Colas, trámites, horas de espera. Ultimamente, las estadías en las salas de embarque de un aeropuerto se me representan como temporalidad en estado puro. Las horas pasan como si estuviera junto al mar, lánguidas y precisas. Creo que a lo largo de los años aprendí a aprovechar ese lapso de soledad. Podría decir que en ese máximo de exposición o visibilidad encuentro una intimidad propicia para el ocio y la lectura y deseo que los aviones se demoren. Los sonidos, a la vez, tienen una resonancia hueca, submarina. Los diálogos que ahí se dan son oníricos y en general son el negativo de los que hoy en día uno escucha en la calle: planes exultantes de bienestar, esperanza de consumo y reunificación familiar; en definitiva, entrenamiento de fantasías. Como una terapia alternativa, deberían ofrecerse estadías pagas en el anonimato de los aeropuertos internacionales, junto a los que parten.

Hace unas semanas, camino a la Feria del Libro de Mendoza, estaba tan a gusto en un sillón observando a través de un ventanal el frío paisaje de los aviones estacionados, que fui el último en embarcar. El vuelo salía de Ezeiza, lo cual me ofreció la posibilidad de una estadía clandestina en una sala internacional. La desolación de los aeropuertos acentúa la sensación extraña de soledad que Brian Eno, de alguna manera, explora en la música ambiental de Music for airports. El hábitat de un aeropuerto pareciera ser el del primer hombre, en un futuro incierto. O quizás sea más justo decir: el hábitat del último hombre.

Una vez en Mendoza, la sensación de placidez solitaria se prolongó. La ciudad, desconocida para mí hasta ese momento, tenía una fisonomía familiar y a la vez sofisticada, con un fondo de cordillera. Había olvidado que una ciudad podía crecer junto a las montañas, en una tenue altura. Es muy fácil describir y captar el espíritu de una ciudad que crece junto al mar, fusionada a un puerto. Pero una ciudad de montaña, sospecho, tiene un espíritu secreto y predetermina una idiosincrasia parsimoniosa. La amabilidad de los anfitriones reforzó esta sensación.

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La Feria del Libro, en un barrio alejado del centro, me recordó un poco a la Feria de Guadalajara, aunque en una escala más pequeña. Y más que la disposición, lo que reinaba en el espacio Julio Le Parc que acoge a la feria desde hace unos años era la curiosidad. El público variado, pero sobre todo joven, estaba expectante ante el concierto que daría esa noche Leo Maslíah.

Ante un auditorio repleto, Maslíah arrancó con un solo de piano de veinte minutos que parecía un homenaje a las grandes improvisaciones de Keith Jarret en Tokio o Colonia. Al finalizar el solo, comentó el origen de esa pieza, que en realidad fusionaba dos temas de álbumes de jazz dispersos en su obra. Siguió con temas de otros discos, esta vez cantados o declamados, con ese humor melancólico –que reside más en la forma compositiva que en la letra– que lo caracteriza. Algunos temas tenían letra de Mario Levrero y conservaban esa melancolía: un humor inimitable que parece existir “a pesar de sí”, en la estratósfera del absurdo. Luego leyó algunos cuentos breves muy ocurrentes, que terminaron de redondear una Feria del Libro heterogénea como pocas en la Argentina.