Alguien fuma de noche y a oscuras en el balcón de su departamento. De noche y a oscuras, quieto en un rincón, quien se mantenga en silencio podrá escuchar las crepitaciones del Universo expandiendo su marea roja para atravesar u ocupar el más allá de su propio límite; el Universo busca lo que no es Universo para colonizarlo o convertirse en eso, y dentro de eso estamos nosotros, que no sabemos bien qué somos ni en qué nos convertiremos, salvo en alguno que otro momento de decisión. La persona que fuma escucha esos ruidos, los confunde con el rumor de una radio distante cuyo dial –ahora digital– es manejado por una mano que aborrece la música y se detiene durante un instante en las exaltaciones de un pastor evangelista brasileño que vende frascos de medio litro del aceite milagroso, luego en las voces irritadas de quienes atacan y defienden al Gobierno, y por último en las de quienes debaten acerca del estado del campo de juego del estadio rumano donde la Selección anticipó lo rápido que será derrotada en su tercero o cuarto partido del próximo Mundial. La radio se apaga y la persona escucha, ahora, los rumores del vecindario: una voz de mujer pide algo, primero en tono de lamento, luego de queja, y se va exasperando. La voz del hombre que le responde mantiene la calma y alardea de su paciencia. Después, ruido de desagote de cañerías, y, a lo lejos, desde el parque de enfrente, el frotar encadenado de una chicharra, capaz de entretener a los insomnes. Quizá mañana llueva.
La persona que fuma de noche y a oscuras está a punto de terminar su cigarrillo. Da una última pitada, ya siente o huele el olor impregnado a tabaco del filtro, que comienza a calentarse con la cercanía de la brasa. Es una mancha blanca, mínima, en medio de la sombra, con el punto ardiente del tabaco encendido. La persona acomoda el pucho sobre la uña del dedo índice, curvado, y lo presiona con la yema del pulgar. Mueve el índice, con fuerza, y el pucho vuela, como una estrella roja, quemando la negrura y trazando su arco. El ascenso de la materia es una ilusión momentánea, que se explica con mayor facilidad que el ciclo de resurrecciones que sostienen los mitos religiosos. Avivado por el roce con el aire, el pucho destella, unas mínimas brasitas se desprenden y son devoradas por la sombra, y por fin el cigarrillo empieza a caer, a la vez rápido y leve. La escena podría terminar así, un punto rojo atravesando el espacio hasta disolverse en lo oscuro, pero la persona que mira lo que ha arrojado, pensando si la ignición terminará sobre las baldosas del patio o sobre el balcón del edificio de enfrente, unos pisos más abajo, ve de golpe que una masa cae, más grande y pesada, como si, errante en la sombra, buscara y nombrara lo que encontrará dos o tres segundos más tarde, estrellándose sin resplandor contra el piso.
A la mañana siguiente los porteros del barrio comentarán los motivos de la decisión del muerto reciente.