COLUMNISTAS
EL DIA DESPUES DEL burrito

Es hora de que nos hagamos cargo de él

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“¿Te acordás de Antonio Rosa Alderete? Era jujeño igual que este pibe. Desde Alderete para acá que no veo gambetear así a un jugador jujeño.” Un entusiasmadísimo Daniel Alberto Passarella hablaba de su apuesta, en una mañana cualquiera de 1991, tras un entrenamiento cualquiera en la unidad militar de Villa Martelli, lugar de prácticas de River antes de tener el predio de Ezeiza.

Alderete era wing izquierdo en los 70 y formaba dupla con Daniel Valencia en Gimnasia y Esgrima de Jujuy. El poderoso Talleres de Córdoba de Amadeo Nuccetelli los compró cuando el cuadro cordobés empezó a disputar los torneos principales de la AFA. Valencia llegó a convertirse en un jugador fetiche de César Luis Menotti y hasta jugó de titular algún partido del Mundial ’78. Alderete, en cambio, no siguió esa huella y su carrera se redujo a algunas destacadas actuaciones en el medio local. Pero Passarella tenía razón: Alderete gambeteaba como un demonio, al igual que ese chico que acababa de ver.

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Arnaldo Ariel Ortega se llamaba el pibe que hacía hablar casi a los gritos a su técnico. Passarella lo puso en un partido de práctica. Ortega entró para los suplentes como “wing derecho”. A la vieja usanza, al 7 lo marcaba el 3. El 3 de los titulares era el Loco Enrique. El 2, el Pipa Higuaín y el 6, José Tiburcio Serrizuela. El pibe jujeño como Alderete encaraba y pasaba, encaraba, quebraba la cintura y pasaba. Enrique le tiró con todo en una de esas pasadas y no le acertó. En la cuarta o quinta que el pibe Ortega pasó, fue tirado a un costado “con pelota y todo” por Higuaín. Passarella lo sacó. Iban a romperlo y el DT lo necesitaba para ir armando el equipazo que River pretendía para la década que comenzaba. Arnaldo Ariel Ortega tenía entonces 17 años y todo comenzaba. Hoy, a los 37, todo terminó.

Pasaron veinte años y una carrera extraordinaria, llena de fútbol, de éxitos, de títulos, de mundiales (todavía hoy recuerdan aquel primer tiempo contra Inglaterra en Saint Etienne en 1998; Ortega jugó como un Dios, casi como Diego), de idas de River y regresos a River. Todo eso empezó a desaparecer de la vida de Ariel. Las noticias del 10 de River empezaron a emparentarse más con lo policial –incidentes de madrugada, choques con el auto, peleas en bares de Jujuy– y de actos de indisciplina –ausencias y llegadas tarde a entrenamientos, cruce de declaraciones con entrenadores y dirigentes– que con lo futbolístico. Aquel extraordinario jugador ya no definía los partidos per se. Ahora no pesaba. Sus problemas de alcoholismo se le metieron en la cancha. Su físico parece esculpido, pero sus piernas ya no responden. Está claro que no se puede padecer alcoholismo y, al mismo tiempo, ejercer el deporte de élite como profesión. No se puede.

El error de dirigentes y entrenadores de River fue no cortar esto de raíz y darle a Ortega un ultimátum. Decirle, por ejemplo, “te vamos a pagar, te vamos a bancar, pero andá a tal y tal lado, hacé un tratamiento, curate y vení. Sos muy importante para nosotros, pero así no nos servís”. Salvo Simeone y Passarella cuando era entrenador, ninguno –hasta ahora Juan José López– se había cargado al hombro la decisión de correr a Ariel del equipo. El Cholo equivocó el momento, pero el Negro López ya lo había raleado de las últimas dos formaciones riverplatenses del torneo anterior. Y si alguien entiende que echar a Ortega del plantel millonario es condenarlo a la soledad, “es castigar a un enfermo”, habrá que recordarle que en cuanto Ariel le blanqueó el problema a Passarella entrenador, todos se pusieron en campaña para que hiciera un tratamiento de rehabilitación. Ortega jamás lo cumplió. Ni siquiera cuando el noticiero de América –en una de las canalladas periodísticas más repugnantes que se recuerden– puso una cámara en una estación de servicio y convirtió un usual toque en un cesto de basura de plástico en un “Ortega chocó borracho a la salida de una disco” y una espera paciente en un semáforo en rojo en “una frenética huida”, Ariel aceptó hacer lo que debía. El dueño del mismo canal que lo humilló y lo expuso, Daniel Vila, lo contrató para que jugara en Independiente Rivadavia de Mendoza. No rindió dentro de la cancha. Afuera, tampoco.

Ariel Ortega está pasando el peor momento de su vida. Acaba de ser despedido del club que ama, ya no podrá ponerse esa camiseta y habrá que ver quién corre el riesgo de contratarlo. Esto último genera serias dudas sobre si Ortega seguirá jugando al fútbol. Ningún dirigente o técnico querrá comprarse un problema. Porque –más allá del afecto que le tengo a Ortega, que es mucho– la verdad es que Ortega no está lesionado ni es un mal jugador. Ortega está enfermo. Los hinchas de River nunca lo entendieron y se ampararon en que “en este fútbol Ortega, así como está, juega caminando”. Esto es avalado por muchos periodistas, aun hoy, con la realidad explotándoles en la cara.

Ortega está enfermo. Y no da señales de querer salir de este infierno. Es peor todavía: parece hundirse cada día más.
Es hora de que todos los sepan. Y es hora, además, de que todos nos hagamos cargo. Empezando por Ortega.