Hace unos años, cuarenta, cuando ya había dado alguno que otro paso en mi decisión o aceptación de ser o convertirme en escritor, leí en la revista Pelo una entrevista al líder de una banda de rock. Por aquella época consumía esa clase de productos por una razón prístina: porque el periodismo pretendidamente transgresor y “progresivo” parecía prometer siempre la novedad absoluta, el “sonido” no escuchado hasta el momento. Desde luego, esas fronteras inexploradas se caían en pedazos apenas uno se tomaba el trabajo de escuchar las pueriles composiciones que la prensa rockera ponía por las nubes, canciones por lo general indignas de la faena de un mono aullándole a la luna, para no hablar de los atuendos que solían lucir los “artistas” que ululaban retorciéndose sobre el escenario y que habrían avergonzado a un pavo real en época de desplume. Pero en fin, la promesa de nuevos mundos siempre estaba. En la entrevista aquella, Jimmy Page, el líder de Led Zeppelin, declaró que el propósito de la banda era grabar discos tan distintos entre sí que parecieran compuestos por grupos distintos. Cada obra, un autor nuevo.
Esa declaración me calzó de inmediato como principio estético; no hay verdad más personal que la que lanza una inesperada voz ajena. Recuerdo que una vez, también hace muchos años, me crucé por la calle con un compositor de música contemporánea, “culta”, y me comentó que él vivía en un pueblito lejano de, creo, Entre Ríos, y que cierto día, habiendo encendido la radio para escuchar la frecuencia clásica, se encontró con una serie de sonidos que primero le parecieron causadas por un error en la sintonización y luego, llevado por una sospecha creciente, decidió venirse a Buenos Aires para averiguar si “eso” que crujía y chirriaba en el éter no sería precisamente la música a la cual dedicaría el resto de su vida. El espíritu resopla donde quiere.