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Esas recurrentes ganas de prohibir

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A fines de enero el gobierno francés dio marcha atrás con el homenaje deparado a Louis-Ferdinand Céline por los cincuenta años de su muerte. El hecho respondió a un pedido de Serge Klarsfeld, presidente de la asociación de hijos de deportados judíos, a quien no le importó demasiado que Céline haya sido tal vez el mayor escritor francés del siglo XX junto a Marcel Proust, sino que juzgó su obra y su figura a la luz de sus textos panfletarios, un par de ensayos de neto corte antisemita. El alcalde de París, el socialista Bertrand Delanoë, justificó la decisión diciendo: “Céline era un excelente escritor, pero una persona despreciable”. Casualmente o no, ése fue el argumento que esta semana utilizó Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, en su carta al presidente de la Cámara del Libro, Carlos de Santos, para pedir que reviera la decisión de que el último Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa (foto), inaugure la Feria del Libro de Buenos Aires. “Es sabido que hay dos Vargas Llosa, el gran escritor que todos festejamos, y el militante que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región”, escribió González, quizá el intelectual más destacado del actual gobierno, en su mensaje, y desató una polémica que llevó a la intervención directa en el asunto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, que con admirables reflejos sugirió a González que desactivara su queja.
En la misiva de González hubo no una sino varias señales alarmantes. Para empezar, es de dudoso gusto que un alto funcionario estatal intervenga públicamente en las decisiones de una institución privada. No eran tampoco claras las alusiones a la incomodidad general (¿quiénes eran los que se sentirían molestos?) que podría suscitar el discurso inaugural de Vargas Llosa, un personaje mucho más influyente y atinado que la pareja de músicos que abrió el evento el año pasado: Teresa Parodi y Víctor Heredia. Es cierto que Vargas Llosa suele denostar en sus declaraciones y artículos a los gobiernos populistas latinoamericanos, y que para él no existen demasiadas diferencias entre Cuba, Venezuela y la Argentina. Pero a pesar de ello: ¿no se ha ganado la libertad (que por otra parte es la de todos) de opinar lo que quiera, donde quiera, cuando quiera? Ese es el problema que se hace cada vez más palpable en la artificialmente polarizada sociedad argentina: pareciera que no. Y es lo que permite que desde las variadas tribunas mediáticas oficiales se demonice (por otra parte, la misma táctica que utilizaron siempre los gobiernos dictatoriales y autoritarios) a escritores, periodistas y actores políticos que no adhieren por completo a las ideas del Gobierno. Habría que recordarles, entre otras cosas, que fue George W. Bush quien hizo famosa, y no hace tanto tiempo, aquella frase que propone una visión maniquea del mundo: “o están con nosotros, o están en contra nuestro”.

Librepensador, intelectual no orgánico o disenso son términos que cotizan en baja en la actualidad. Para los funcionarios oficiales de segunda y tercera línea (y para un grupo de escritores y artistas sin demasiado talento, pero que se acostumbró a recibir distintos tipos de prebendas oficiales) parece haber una sola manera de adherir al proceso político actual: obsecuencia y genuflexión. No entienden que así cavan su propia tumba. Quedó demostrado esta semana, cuando fue la propia Presidenta la que tuvo que pedirles que, por favor, dejaran de sobreactuar.