COLUMNISTAS

Escalas en el paraíso

Nunca supe si la señora pudo volver a su casa. Creo que preferí aferrarme a una de las opciones de final menos probables.
| Extracto del afiche del film "Paraíso amor".

Hace unas semanas, volviendo de Madrid a Buenos Aires, me embarqué en un vuelo de Iberia que sale a medianoche. Tengo una teoría que dice que los vuelos durante el día son más civilizados, más higiénicos. La gente se acaba de bañar en su casa antes de salir. Pero tengo un cuerpo que dice que los vuelos nocturnos no me dejan destrozada por una semana. Entre los dos, le doy preferencia al cuerpo y trato de viajar de noche, aunque implique soportar cercanías excesivas y olores desagradables. Compartir el sueño con un desconocido no es moco de pavo.

Hay cosas que de tan improbables parecen imposibles, como ganarse la lotería o tener un accidente de avión. Para matar el miedo nos convencemos de que no nos va a tocar justo a nosotros. Hay una escasísima probabilidad de 1 en 2.000.000 de que se caiga un avión. No va a ser justo el mío. Lo que pasó en ese vuelo desde España es bastante más común, tiene una probabilidad de alrededor de 1 en 8200 viajes. Sería algo así como sacar línea en el bingo o el reintegro de lo apostado en un sorteo de navidad.

Despegue. Auriculares. Pasta o carne. Lo mismo de siempre las tres primeras horas. Se apagan las luces y me duermo con la esperanza de despertar, por lo menos, sobrevolando Brasil, con el océano Atlántico superado. Pero no, de pronto se vuelven a prender todas las luces. “Les habla el comandante, tenemos una emergencia. Si hay un médico a bordo, rogamos se identifique ante el personal de cabina.” Los pasajeros nos miramos confusos: quién será, qué tendrá, dónde está, ¿vos sos médico? Intentamos armar un relato con lo poco que se enteró el que recién vuelve del baño, otro que escuchó a las azafatas susurrando tal cosa mientras se alejaban rápido por el pasillo, la de ahí atrás que relata preocupada haber visto que una pelirroja se levantó y fue para adelante, justo cuando pidieron un médico. Todo sucede “en off”, como en el cine. La acción está pasando en otra parte, escuchamos cosas pero no vemos nada.

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“Señoras y señores, abróchense los cinturones y mantengan los respaldos de sus asientos en posición vertical. En unos minutos aterrizaremos en la Isla de Sal, donde dejaremos a una pasajera para su debida atención médica y, tras aproximadamente dos horas, tiempo que tardaremos en recargar combustible y enfriar las ruedas, volveremos a despegar para continuar viaje a destino. Agradecemos su comprensión.” La azafata de nuestro sector se acerca y, lucrando con la información para coquetear, le explica a un hombre que se trata de una señora bastante mayor que viaja sola. Se descompensó y la médica que la vio prefiere que la atiendan en tierra cuanto antes. No me puedo resistir y le pregunto: "¿Pero la dejan ahí? ¿En esa isla? ¿Sola?". “Si quieres ofrecerte de voluntaria supongo que no hay problema, que puedes quedarte”, me contesta mal y sobradora. Las azafatas no son lo que eran, diría mi abuela.

La Isla de Sal es un destino turístico de Cabo Verde, en el continente africano. Es de origen volcánico pero su superficie es plana, parecida a la lunar. Playas de arena blanca y aguas cálidas y cristalinas, pobladas de arrecifes de coral. Clima tropical. Un lugar ideal para deportes acuáticos como surf, kite y buceo. Y para la pesca. Hablan en portugués o en criollo caboverdiano, que es igual pero con influencias africanas. La mejor época para ir de vacaciones son los 365 días del año, 100 de 100 las probabilidades de pasarla bien. Esto lo averiguo ya en mi casa, tomando un café.

Desde que llegué no puedo parar de pensar en esa pobre señora. Me pregunto si era consciente de que la estaban dejando sola en una Isla del océano Atlántico o, si no, qué pensó cuando abrió los ojos rodeada de gente extraña hablando en otro idioma. Pienso en su familia, si podrán viajar, quién se hará cargo; pienso en la aerolínea, pienso en los seguros. Parece que saldría fortunas llevar un médico idóneo en cada vuelo. Aunque viajen más de quinientas personas encerradas por quince horas, conviene afrontar los enormes gastos de un aterrizaje urgente en una isla: volvemos al tema de las probabilidades. Por costos, conviene soltar a la persona enferma para no estar cerca si pasa lo peor. Y salir volando, literalmente.

Una especie de mito de cigüeña invertido. Los aviones sueltan enfermos para dejarlos morir en tierras extrañas. Suena duro, pero quédense tranquilos, pasa una vez cada muerte de obispo. Iberia me mando un correo electrónico pidiéndome disculpas por la demora del vuelo. Nunca supe si la señora pudo volver a su casa. Pensé en llamar para averiguar pero no lo hice. Creo que preferí aferrarme a una de las opciones de final menos probables.

La señora se descompensó y perdió el conocimiento. El avión tuvo que aterrizar de urgencia en la paradisíaca Isla de Sal mientras algunos se quejaban porque los estaban esperando a tal hora en el aeropuerto. Bajaron a la mujer y la llevaron en ambulancia a un hospital, en donde le dieron los mejores cuidados. El avión siguió viaje y los pasajeros se reencontraron con sus familias y sus casas; los turistas se apuraron a ver el Obelisco o fueron directo a una parrilla.

Tras unos días en la isla, la señora se recompuso. Al recuperar la consciencia no recordaba demasiado. Un viaje en avión, una valija, todo difuso. Salió del hospital y vio el sol, el horizonte. Caminó hacia la orilla y metió los pies en el agua cálida, sintió la tierra firme. Y las cosquillas de los peces con sus besos.