A causa, supongo, de los kilos de más, el cigarrillo y el arte innato que poseo para perder el tiempo, no me acuerdo de nada, y de lo poco que me acuerdo me arrepiento. Por ejemplo, me arrepiento de no haber comprado esa revista (¿cuál era?, ¿una que dirigió Eduardo Blaustein y que al poco tiempo dejó de salir? ¿Cómo se llamaba?, ¿era ésa realmente?), una revista, digo, en la que Horacio González escribió un artículo que se llamaba “Confesiones de opinólogo” (¿ése era el título? Creo que sí, aunque no estoy totalmente seguro. En cambio es indudable que ése era el tema) hace ya años (¿pero cuántos?, ¿ya estaba el kirchnerismo o no?). Recuerdo, sí, que la vi en un kiosco de Avenida de Mayo, de noche, situación que no me ayuda a precisar los recuerdos: viví diez años en Avenida de Mayo y desde que me mudé (hace casi 15) no dejé de frecuentarla, sobre todo de noche (cuando me muera, quiero que en la puerta del Iberia pongan una escultura de mí, como la de Javier Portales en la avenida Corrientes). Esto de no recordar nada, y por lo tanto de estar obligado a imaginar cómo son las cosas, me llevó la semana pasada a escribirle a una amiga que estaba a punto de viajar a Perú para que no deje de leer Lima la horrible, de Sebastián Salazar Bondy, porque tenía “el mejor comienzo de la literatura latinoamericana” (sic) a saber: “Por culpa de Ricardo Palma, Perú no tiene costumbres sino costumbrismo…”. Mi amiga compró el libro y, discreta como es, me escribió diciéndome que no encontraba tal frase. Voy a mi biblioteca y compruebo que la primera frase dice: “Como si el porvenir y aun el presente carecieran de entidad, Lima y los limeños vivimos saturados de pasado”. Frase evidentemente más bella que la mía (sobre Palma recién habla en la tercera página, en la dirección que yo recordaba, pero también mucho mejor: “Es innegable que la tradición malogró a Palma para la historia”). En fin, volviendo al tema, me arrepiento de no haber leído el artículo de González porque hoy, en este invierno porteño, me intriga la figura de quienes nos ganamos la vida vertiendo opiniones domingo a domingo. Reflexionar sobre su propia praxis, sobre sus condiciones materiales y simbólicas de producción, es la condición básica de un intelectual, de un escritor. Por supuesto, no incluyo en esta serie a los periodistas: lo suyo es llegar a tiempo al cierre (término que cualquier estudiante de primer año en Lacan se haría un festín al ponerlo en relación con la apertura que exige el trabajo intelectual y literario). Sospecho entonces que el artículo de González podría servir de piso para pensar acerca de qué significa escribir una columna literaria o, más modestamente, una columna acerca de la literatura y otras actividades aledañas. Otra vez será con González, mientras abro Autopsias rápidas, antología de las columnas literarias de Jorge Ibargüengoitia, de ediciones Vuelta, que compré hace años en Donceles, en el DF (¿le traje un ejemplar de regalo a Maxi Tomas o no? Recuerdo haber hablado con él sobre Ibargüengoitia, pero no me acuerdo si llegué a regalarle el libro). En el prólogo, Guillermo Sheridan cuenta que, al aceptar el empleo, Ibargüengoitia pensó que “su vida periodística iba a durar un mes”. Yo pensé lo mismo, hace cinco, seis o siete años, ya no recuerdo cuándo empecé a escribir estas columnas. Volveremos sobre el asunto.