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Escuchando una canción desesperada

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A las nueve de la noche los aplausos y después una lluvia tenue y ruidos de ambulancias egomaníacas. A las dos de la mañana alguien se mata de risa sin parar. ¿Quién es? Yo. Estoy leyendo Poeta chileno, la nueva novela de Alejandro Zambra, y hay una parte donde el personaje Sergio Parra –a quien conozco bien– se pelea con todos en una fiesta de poetas chilenos. Esas fiestas donde no pasa nada o pasa todo, donde la gente deja la ropa sobre las camas y empieza a tomar y bailar y donde los poetas se miden como gallos de riña cuando empieza a lubricar el alcohol sus esfínteres. ¿Quién no ha estado en esas antifiestas? Zambra la escribe a la perfección porque trae esa escena no de los libros sino de la vida.

Poeta chileno es un libro hermoso. Triste y gracioso, sube y baja como una canción de Nirvana. Por un lado, los relatos de amor/desamor de una pareja y de un padrastro con su niño. Temas que Zambra ya desarrolló antes en relatos y cuentos, pero que en la repetición ganan potencia. Y por el otro, uno de los grandes homenajes a Roberto Bolaño que leí: la sección llamada “Poetry in Motion”, donde Zambra toma el estilo de la prosa de Bolaño para narrar la saga de entrevistas que hace en Chile Pru, una yanqui universitaria, improvisada periodista, a la cofradía de freaks y poetas chilenos. Bolaño ya había hecho lo mismo en la parte de los crímenes de 2666, donde tomó la sintaxis de saque y bolea de James Ellroy, de Mis lugares oscuros, para narrar los asesinatos de mujeres. 

Leer un libro es como soñar. A veces nos despertamos de los libros y queremos que suceda en nuestra vida real lo que acabamos de soñar. Yo nací en un lugar repleto de argentinos. Y cuando digo que Chile es el país que más amo y que más me gusta, me miran como si estuviera loco, como si le estuviera recomendando un libro de Hannah Arendt a alguien del Mossad. Es probable que el argentino necesite la llanura para extender su ego y que el chileno, apretado contra el Pacífico, precise de las montañas para recitar con un megáfono poemas de amor y canciones desesperadas. Qué importa. Lo cierto es que el libro de Zambra me hizo recordar a mis amigos chilenos: Parra, Peran, Rivas, Rafa, Paloma, Pedro, Germán, Alberto, Cata, Visama Lima, las Huidobro, y me acordé de una tarde en el metro de Santiago en que el tren súbitamente salió del fondo de la tierra y subió a las alturas –algo imposible en Buenos Aires– y vi la precordillera nevada mientras en el bolsillo de mi saco tenía Purgatorio, de Raúl Zurita, primera edición, recién comprado en los libros de viejo de la calle San Diego. O una mañana acompañando a Juan Luis Martínez a comprar pescado en el mercado de Villa Alemana, donde vivía ese genio que escribió La nueva novela. Días en la playa de Horcón fumando hierba con los pies metidos en el helado Pacífico: el cerebro en llamas, las piernas heladas. 

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Mi hija Ana me envía un video de animales invadiendo zonas del mundo donde los humanos se han replegado. Leones sobre un campo de golf de Sudáfrica –podría ser un poema de Antonio Cisneros–, elefantes irrumpiendo en las calles de la India, osos buscando comida en los tachos de basura de algún pueblo americano, perros salvajes cruzando Londres como en un poema de Ted Hugues. 

Lo escribió Joaquín Giannuzzi: parece que la población entera abandonó el planeta en automóvil. Y yo pienso en animales salvajes entrando en los lugares de Santiago que me gusta visitar. Un cocodrilo comiendo algo en la Unión Chica de la calle Nueva York. Veo el bar Tavelli sin la presencia de Germán Marín, ese escritor genial con libros difíciles de entrarle porque son pura poesía. Los libros de Marín no tenían esa empatía que tienen los de Bolaño con el capitalismo, se puede uno imaginar una publicidad de Levis con los detectives salvajes, pero no con Idola, de Marín, esa novela terrible y oscura. 

Cae la noche tropical y me agarro a los libros de Matías Rivas y de Germán Carrasco para atravesar el largo silencio de la cuarentena, los ensayos y los poemas pueblan la noche argentina. Estoy seguro: más temprano que tarde se abrirán las alamedas y volveré al horroroso Chile.