COLUMNISTAS

Espacio de la memoria

A bordo del 130, intentó adivinar qué otros pasajeros compartían su destino. ¿Los cuatro que hablaban de política en el fondo (“Un Borocotó le pasa a cualquiera –sentenciaba el gordo de remera– pero a Lilita se le fueron ocho. ¡Ocho!”)? Se bajó sola.

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A bordo del 130, intentó adivinar qué otros pasajeros compartían su destino. ¿Los cuatro que hablaban de política en el fondo (“Un Borocotó le pasa a cualquiera –sentenciaba el gordo de remera– pero a Lilita se le fueron ocho. ¡Ocho!”)? Se bajó sola.
La ESMA había sido recuperada. Había festejado la noticia allí mismo el 24 de marzo de 2004. Como otros, había cruzado los enormes portones de hierro y forzado la entrada al casino de oficiales en el que treinta años atrás se torturaba, mataba y desaparecía. Esperaba encontrar aquella conmoción. Desde afuera, sin embargo, parecían pocos. Sobre las rejas, un gran cartel anunciaba la próxima apertura del nuevo Espacio para la Memoria. El portón central era custodiado por guardianes de traje oscuro. “Por acá no”, se interpuso uno. En el segundo portón, otro negó con la cabeza y señaló hacia la esquina: “Por Rivadavia”. ¿Y si uno es prensa? Lo mismo.
La avenida estaba llena de micros vacíos. Decididamente, no había tanta gente como la vez anterior. Los Kirchner esperaban diez mil. Tal vez un tercio se amontonaba en el cuadrado patio de armas: piqueteros cargando coloridas banderas de la JP y obreros de la constructora de las Madres, las de Hebe, con remeras azules y cascos amarillos. Un inmenso cartel de las Madres cubría la fachada del ex Liceo Naval; otro de las Abuelas colgaba enfrente.
Parecía un acto político como cualquier otro. Las familias, llegadas en los micros, se tiraban en el suelo, los chicos pisaban el césped. Pasearse por la ESMA parecía normal.
Pero no se podía pasear mucho. Una pared de vallas metálicas no dejaba pasar más allá. La ESMA, le explicaron, sólo podía recorrerse en visitas guiadas previamente convenidas, aunque todavía no había para ver más que edificios pelados.
Se coló sin problemas en el corralito para militantes de grupos de derechos humanos, junto al palco, y encontró a Daniel Tarnopolsky, cuya familia entera (padres, hermanos, cuñada) fue desaparecida por la Armada. Se lo había cruzado también la vez anterior: Tarnopolsky recorría como un poseso los pasillos del Casino de Oficiales con el pecho cubierto por las fotos de sus desaparecidos buscando, como los demás, los lugares donde todo había ocurrido. Ahora, con aspecto fresco y alegría de cantor de sinagoga, entonaba el Himno (los muchachos de la JP lo bailaban a ritmo de pogo; al verlos, Cristina dijo: “Nunca fuimos tristes” y lloró).
Luego de ganar al almirante Massera un juicio civil por 200.000 pesos, que entregó a las Madres, Tarnopolsky volvió a la Argentina y se sumó al grupo Buena Memoria, al que tocará un pedazo de la ESMA en el reparto que han hecho el gobierno y los organismos de derechos humanos. Tarnopolsky le contó que el principal problema para poner en marcha el Espacio son los fondos. El Gobierno pondrá buena parte, aceptó, pero su grupo pedirá también a universidades europeas y tal vez a la OEA.
Una colega, también colada, le contó que escribía un libro sobre los nietos recuperados y pasaba por un momento de angustia porque un competidor había llevado a su editora una propuesta idéntica. “Y en Televisión por la identidad, que está yendo tan bien, seguro van a contar mis historias”, se desesperó. Aun si lograba terminar el libro en cinco meses, temía que para entonces el tema resultara trillado.
La colega lamentó, también, que no había podido ir a la inauguración del Parque de la Memoria, y ya no estaba abierto. ¿Cómo no estaba abierto, si lo inauguraron? En ese momento vio a Jorge Telerman en el corralito VIP de los funcionarios. Lo llamó con un gesto. ¿Por qué no estaba abierto? Telerman la miró sorprendido: claro que estaba abierto, cualquiera podía visitarlo.
Al día siguiente, tomó el 37. Bajó a las puertas de Ciudad Universitaria y caminó hasta una plaza reluciente, envuelta en un alambrado de gallinero. La puerta estaba abierta. Entre la plaza y el río sembrado de veleros bamboleantes, se levantaban cuatro masivos paredones. Tallados sobre ellos, se encolumnaban los nombres de los desaparecidos.
Una flaquita, Paloma, se le acercó a informarle que no podía ir más allá. ¿Pero no habían inaugurado? Estudiante becada para informar, Paloma explicó que la inauguración estaba hecha, pero faltaba terminar la obra. Como muchos extranjeros habían reclamado pasar, la comisión directiva había resuelto abrir próximamente unas visitas guiadas; no tendrían guía, en realidad, pero los dejarían caminar junto al monumento.
¿Qué espacio ha quedado para la memoria? En los ochenta, Jorge Asís escribió en Ambito Financiero que en el año 2000 los desaparecidos serían personajes de telenovela. Había resultado escandaloso entonces, cuando la gente aún marchaba por las calles. Ese futuro de banalidad había llegado y pasado, igual que el sueño de justicia y la posterior injusticia. Ahora, después de la impunidad y el olvido, la rueda volvía a girar: Patti estaba preso. ¿Comienzo? ¿Final?
Tuvo que conformarse con ver el monumento a lo lejos y de espaldas. Los nombres apuntan al río.