Los interrogantes de un niño son preguntas inútiles y urgentes, son las únicas válidas. ¿Existe Dios o no? ¿Por qué estamos aquí? ¿Quién o qué creó el mundo? ¿Dónde termina el espacio, del otro lado de la General Paz? ¿Qué había antes de que hubiera algo? ¿Cuándo empezó el tiempo? ¿Cómo es que algo surgió de la nada? Si Dios existe y fue lo primero, ¿cómo apareció? ¿Por qué nacemos para morir? ¿Por qué las cosas son como son y no de otra manera?
La extensión e intención de estas cuestiones es infinita; pero a medida que avanzamos hacia lo peor de la vida adulta esas preguntas se van volviendo más modestas: ya no nos preocupa menos lo que excede nuestras posibilidades de conocimiento y nos volvemos más interesados en las experiencias de lo real. Percibimos las fealdades del mundo y sus sinrazones y nos gustaría verlo cambiado (aunque más no sea un poquito) antes de nuestra muerte. Hasta nos gustaría colaborar con ese cambio, para poder contárselo a nuestros nietos (cuando los tengamos). En ese sentido, en la modesta ambición de esa reforma, empiezo proponiendo algo que beneficiará a la mayoría de los argentinos, empezando por los porteños: una transformación del sistema de transporte nacional.
Años atrás, en las esquinas de las avenidas de doble mano había garitas desde las que policías con mangas blancas impartían su prolijo sistema de signos de avance y retroceso, había tranvías eléctricos que avanzaban entre ruidos amables y chasquidos (cada chispazo una estrellita eléctrica), había angulosos colectivos con espejos biselados y adornados de frases, cintas colgantes, fascinantes maquinitas de cortar boletos, palancas de cambios de símil porcelana (luego vendrían los luminosos dados de acrílico transparente), los asientos de metal y con respaldos repujados en imitación cuero, los pisos hechos con flejes de acero que manos voluntariosas y anónimas repasaban al final de cada recorrido con querosén perfumado. Hoy, en cambio, sólo quedan transportes malolientes y ruinosos, perennemente subsidiados, donde la botellita de gaseosa rueda y el vómito de medianoche se esparce y mezcla con el orín. La privatización del goce y el desprecio por los ámbitos comunes han llevado a una proliferación de vehículos individuales que vuelven imposible el tránsito, neuróticos y criminales a sus conductores, irrespirable el aire. Y esto que ocurre a escala de la circulación de las personas también sucede con el transporte de las mercaderías; es decir, de las riquezas nacionales. La deliberada destrucción y abandono de los ferrocarriles, que son desde luego más económicos y eficientes que cualquier otro sistema de transporte terrestre conocido, obliga a ese frenesí de rutas privatizadas, obras públicas costosas y peligrosas, accidentes continuos…
Por lo tanto: paulatina sustitución y reemplazo de coches y colectivos y reemplazo por tranvías, subterráneos, trenes y bicicletas (¡lo bien que ese pedaleo te va a hacer a las várices, gordita!). Las autopistas se volverán superficies arboladas o serán convertidas en pistas de patinaje… Esto recién podría empezar aquí…