Hace años Cecilia Pavón me pidió un artículo para la revista de Belleza y Felicidad. Entregué un texto breve, como de costumbre, que salió publicado en uno de los primeros números de la revista. El ensayo era simplemente una lista de novelas que me gustaría escribir y que seguramente nunca llegaría a hacerlo (por diletante, distraído o lo que sea). Pero mientras escribía la nota, me di cuenta de que en realidad lo que estaba entregando no era un temario de libros que me gustaría escribir, sino un plan de lo que me gustaría leer. En este aspecto finalmente debo reconocerme borgeano (¿estaré envejeciendo?): creo también en la primacía de la lectura por sobre la escritura. Puesto a preguntarme por qué escribo (pregunta trivial, si las hay), llegué a la conclusión de que lo hago porque no lo hacen los demás. Es decir: quiero leer algo que no encuentro todavía escrito. Y da igual si lo escribe otro o lo hago yo; importa, sí, que alguien lo escriba, que quede escrito. Y si escribo tan poco y tan breve (entre libro y libro pasan años, ninguno supera las 120 páginas) es porque vivo bajo la expectativa optimista de que en realidad sea otro quien lo escriba, de ahí la demora: espero pacientemente que a alguien se le ocurran ideas parecidas a las mías (generalmente banales, superficiales y obvias), precisamente para no tener que ser yo quien las escriba (entregado, como estoy, a la ley del menor esfuerzo). Pero finalmente eso nunca pasa y, resignado, me veo en la necesidad de tener que ponerme yo a escribir una novela o un ensayo (todavía no entiendo por qué fui yo el que escribió Literatura de izquierda y no algún otro escritor).
El fin de semana pasado, por ejemplo, me encontré haciendo una lista de ensayos que me gustaría leer en cualquiera de las revistas culturales que habitualmente compro. Como sé que no los escribiré, transcribo un fragmento de esos apuntes, por si alguien quiere tomarse la molestia de escribirlos y así poder disfrutar de su lectura. Para comenzar, un artículo sobre la teoría, el yo y la vanguardia. Empezaría con esta frase de Deleuze y Guattari: “No llegar al extremo en que ya no se dice yo, sino al extremo en que decir yo no tiene ya importancia alguna”. Eso incluye la muerte del autor, del sujeto, del humanismo. No lo pienso como un artículo histórico que recree una época pasada, sino como un texto que sirva para introducir un malestar frente al presente, una cierta incomodidad frente al estado de las cosas. ¿Fue el posestructuralismo la última gran vanguardia? Como si en los 60 la teoría hubiera tomado la posta: lo que tienen en común la vanguardia artística y la teórica es la crítica a la noción de autor, de sujeto, al yo: ¿puede la teoría ser vanguardia? ¿Existe la posibilidad de ser vanguardia sin poner en cuestión el yo? ¿Esta moda reciente de una supuesta “literatura del yo” no es, salvo contadas excepciones, absolutamente irrelevante y carente de interés?
Luego pensé en otro ensayo: un artículo sobre la cuestión del testimonio, de la confesión. ¿Ante quién testimonia la literatura? ¿El testimonio es inseparable de la primera persona? La Argentina tiene una larga tradición de testimonios ante instituciones fallidas: el derecho, la televisión. ¿La literatura tiene alguna relación con la noción de testimonio? ¿Esta minimoda reciente de “literatura del yo” no es acaso la forma más trivial del testimonio? Es evidente que estamos frente al momento en que el mercado relanza con éxito la figura del yo. ¿En qué se basa la idea de que “la vida” de los escritores y artistas es interesante? ¿A quién le interesa lo que tienen para “confesar”? ¿Por qué debería importarnos la “intimidad”? ¿No hay acaso una sincronía entre todas estas formas literarias y artísticas del yo y el modo de producción del capitalismo contemporáneo, que celebra el narcisismo como escalón último del fetichismo de la mercancía?
En fin, lecturas. Lecturas que espero que lleguen pronto.