Cumplir 25 años en democracia no es poca cosa. Aunque en rigor pueda parecerlo. ¡Debiéramos cumplir 155!, desde la Constitución de 1853. Pero esa ley de discordia interna que nos preside (o aun “persigue”), como decía Joaquín V. González en el Centenario, trajo los males de la inestabilidad institucional.
Por eso está bien que celebremos, modestamente, estos apenas 25 años seguidos de vivir en la Constitución, que debieron ser 155. Aunque sea una “recuperación”, merece celebrarse. La figura de estos días es Raúl Alfonsín, a quien le tocó inaugurar la etapa. No se la hicieron fácil y tuvo que anticipar la entrega del poder unos seis meses. A algunos justicialistas les cuesta estar lejos del poder y siempre quieren acortar el tiempo de los otros.
Por eso, la obsesión de Alfonsín de que se terminen los períodos presidenciales. Era su principal interés durante su gobierno y el mío, algo que, como es sabido, no se pudo lograr. Pensando en eso, quiso acortar el mandato presidencial en la reforma de 1994, una de las peores cosas que nos pasaron sin contar cuánto dañó al radicalismo. No fue una reforma histórica ni fundacional; era para un fin personal y sólo trajo la reelección de Carlos Menem; para salvar algo, sólo que local, quedó la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, sometida siempre a egoístas tironeos.
Alfonsín es pues la gran figura de esta evocación. Destinatario del homenaje y protagonista de la épica jornada fue el pueblo argentino que respondió unido y emocionado al mensaje del Preámbulo. Es un deber custodiar la estabilidad democrática. Pero de todos. No sólo del justicialismo, que la identifica con su propio poder y provoca la anticipada entrega del gobierno con Alfonsín o De la Rúa sin medir las consecuencias de la violencia, el default y la devaluación.
Los actuales tiempos de globalización exigen más. La competitividad de las naciones se vincula estrechamente a su calidad institucional. Ahora –recién ahora– todos ven claro que la volatilidad de los mercados sobrevuela fronteras y gobiernos. Los mismos personajes de Wall Street que con sus socios locales impulsaron la crisis de 2001 hasta poner otro gobierno hoy deben pedir perdón (como Allan Greenspan y Anne Kruger) por no haber visto lo que tenían bajo sus pies. Son los responsables de esta crisis mundial. Fueron flacos en regular y pobres en predecir los males. Lo dije el 27 de mayo de 2007, en mi último reportaje en PERFIL (quizá por la experiencia pasada). Pero, claro, ya no era una voz oída. Así fue para el cronista que no lo tuvo en cuenta. Se explica porque era el estado de opinión general. Los buenos vientos parecían interminables. Dije esa vez al director del diario, Jorge Fontevecchia: “(...) O tratar de resolverlas, porque estamos en una economía globalizada. Los efectos de lo que ocurre en el mundo pasan por encima de los gobiernos y uno debe hacer las previsiones y tratar de adaptar la situación. Piense, hoy mismo que estamos en una situación de bonanza económica, hay que hacer previsiones porque hay alertas de la economía mundial que no pueden desoírse”.
Tiempos buenos entonces y de saludable evocación, y a la vez malos tiempos por la crisis global y la falta de previsiones. Sobre todo porque esto que se llama “crisis financiera” será sobre todo una “crisis humanitaria”, porque los males se expanden hacia abajo mientras se salvan o sufren menos los de arriba.
Me alegra la celebración de estos 25 años aunque lamento que sea con esta crisis a la vista. Por eso conviene reconcentrarse un momento para obrar con espíritu de unión nacional (al modo de Perón-Balbín), rebajar el grado de ataques y persecuciones, de odiosas mezquindades y conflictos, y de acusaciones contrapuestas que más parecen para ganar el pasado que el futuro, que empañan la fiesta y traen más inquietud a los que sufren.
*Presidente de 1999 a 2001.