Lili tiene una pyme textil desde hace más de veinte años. Es emprendedora por naturaleza. En la última década su negocio se había expandido rápidamente gracias a las oportunidades que generaron las trabas a las importaciones. Las grandes tiendas le confiaban la producción de sus colecciones, escenario que le permitía alimentar el crecimiento vía nuevas inversiones y aumento del empleo.
Ahora la foto es muy distinta. Sus clientes han reducido las compras drásticamente. En parte por la recesión, en parte porque están volviendo a comprar en el exterior a costos mucho más bajos. Lili no tiene forma de sostener un negocio que devuelve pérdidas mes a mes. Es una empresaria de esas que no abundan; tiene conciencia y responsabilidad social. Su preocupación no pasa por sus finanzas personales, sino por cómo mantener la fuente laboral para treinta familias que dependen de la fábrica.
Es la crónica de una muerte anunciada; si esta situación se mantiene, muy probablemente tenga que cerrar la fábrica y reconvertir su negocio a la importación. Es simple, tiene la red de contactos comerciales y puede conseguir los productos que ella produce localmente a una fracción de su costo local en el exterior. La situación socioeconómica de Lili no va modificarse, pero sí las de las familias que trabajan con ella. Serán los excluidos de un nuevo cambio de modelo económico. La misma preocupación se observa en cientos de empresas del rubro. Lógicamente, es una industria muy atomizada en la que existen nichos con realidades diferentes. Pero son las excepciones que confirman la regla. En efecto, a pesar de la recesión, las importaciones textiles pasaron de crecer al 10% i.a. en el primer cuatrimestre del año al 50% en mayo.
Los grandes productores de electrónica de Tierra del Fuego están en la misma sintonía. Mucho más rápidos de reflejos, ya anunciaron que comenzarán a importar algunos productos terminados. A diferencia de Lili y los textiles, gozan de una larga lista de exenciones fiscales que incluyen derechos a la importación, impuesto a las ganancias, impuesto al valor agregado, bienes personales e impuestos internos, entre otros tributos. Es un régimen que, con sus más de treinta años de vigencia y miles de millones de dólares en aportes del Estado, no ha logrado avanzar más allá del ensamblaje de productos extranjeros.
Muchos dirán que es lógico que estas industrias no prosperen; son rubros donde la oferta exterior es abrumadora y resulta imposible competir por costo. Bajo esta lógica no vale la pena sostener una industria que no va a ser viable. El problema es que éstas no son las únicas.
En la lista podríamos sumar a casi la totalidad de la industria argentina que en mayor o menor medida sufre la competencia exterior. Autos, metalmecánica, bienes de capital, entre otros. Incluso podríamos incluir la producción energética, que hoy debe estar sostenida con precios más elevados que los internacionales.
Bajo la lógica darwiniana del libre mercado, las actividades que no sean viables deberían desaparecer. La pregunta entonces es cuáles son los costos sociales de este proceso.
Es cierto que habrá muchas ramas de actividad que van a tener un fuerte despegue con el nuevo ciclo que se inicia, en particular las que los economistas llamamos “no transables”, precisamente porque no compiten con la oferta extranjera. Por caso el consumo masivo, los servicios, la construcción y la industria financiera. Nadie duda que también habrá un masivo flujo de inversiones en infraestructura luego de una década perdida y que la agroindustria tendrá un fuerte impulso asociado a la dotación excepcional de recursos del país.
Pero ¿es lógico pensar que un trabajador industrial se puede reconvertir en un vendedor en una tienda comercial, en un empleado de una empresa telefónica, en un cajero de banco o en un peón rural? Nuestra experiencia histórica es contundente: el retroceso de la industria nacional deriva en un fuerte deterioro del entramado social, principalmente en las grandes ciudades. La peor herencia de la convertibilidad fue una enorme masa de trabajadores desempleados, excluidos del sistema.
Estamos ante un nuevo ciclo de crecimiento, un punto de inflexión que amerita una visión estructural del desafío y, fundamentalmente, definiciones de política económica que hoy no existen.
Está claro que la apreciación del tipo de cambio llegó para quedarse. En consecuencia, mejorar la competitividad argentina será un proceso lento que dependerá de los avances en el ambiente macroeconómico, la eficiencia del sector público, la educación y la salud, la infraestructura, la eficiencia en el funcionamiento del mercado laboral, la sofisticación de negocio y el desarrollo financiero, entre otros factores. La Argentina debe encontrar un nuevo equilibrio entre la protección boba de la industria nacional y la apertura indiscriminada. Es necesario construir una memoria institucional que evite barajar y dar de nuevo ante cada cambio de ciclo económico, que no casualmente coincide con el cambio de ciclo político. Ningún esquema productivo puede prosperar en un entorno tan errático.
Es por ello que se necesita una adecuada administración del comercio para que el crecimiento se traduzca en mejoras sociales y económicas concretas. La expansión de la demanda esperada para los próximos meses puede traducirse un una mejora del nivel de actividad, del empleo, del salario real y de las inversiones en un escenario donde la producción nacional y las importaciones convivan equilibradamente.
Si la tracción de la demanda se traduce en un ingreso masivo de importaciones, no se lograrán mejoras. No habrá derrame. Es determinante lograr equilibrio en cada sector y lograr compatibilizar el dinamismo de la economía, de la producción nacional y el lógico rol de las importaciones. Este criterio general requiere de parámetros a nivel sectorial.
La industria nacional vuelve a estar en una encrucijada que lleva a caminos contrapuestos, con efectos derrame totalmente disímiles. El escenario virtuoso se logra fijando reglas y criterios que evidencien decisión y capacidad técnica en la administración de importaciones. Así existe previsibilidad sobre las reglas de juego y, entonces, se dinamizan las inversiones generando nuevos puestos de trabajo.
En el caso contrario, en el que la apertura es brusca y sin criterios sectoriales, se pierde previsibilidad sobre el sentido de producir en el país y las señales obligan a encarar procesos de ajuste o incluso desinversión. El desafío es tener una economía más integrada, incluso más abierta, pero con criterios técnicos adecuados para sostener el círculo virtuoso de crecimiento, inversión y empleo. Argentina debe aprender de sus propios errores e integrarse al mundo de una manera madura. Ahora es el momento
(*) Economista. Director de Analytica.