En un pasaje lateral, menor, en un recodo de la recientemente publicada Historia de la Biblioteca Nacional, de Horacio González, leo una frase que me toca de cerca: “Groussac no es yrigoyenista ni nada que se le parezca, aunque alguna vez reconoció el gesto de hidalguía de Hipólito Yrigoyen, en otra intentona revolucionaria anterior, la de 1893. Se trataba del hecho de que había dejado seguir viaje a Carlos Pellegrini, detenido en una estación ferroviaria por los revolucionarios. El sutil político conservador, desde siempre su amigo (…), había sido interceptado en la estación Haedo, en ese momento tomada por los milicianos radicales”. Suelo viajar a la estación de Haedo, del viejo Ferrocarril Oeste. Allí se encuentran restos, resabios, rastros de la estructura de metal, del piso material del país. Entre las milicias radicales de fines del siglo XIX y los eventos del 1º de noviembre de 2005, en los que la acción directa –ante el mal servicio de la empresa privada a cargo de la concesión– dejó como resultado 15 coches incendiados, 87 detenidos y 21 heridos, transcurre también el recorrido de la historia como desarmadero, como desmaterialización, como herrumbre. La poesía ha dado cuenta de esta historia del tren que ya no pasa: recuerdo al menos un bello poema de Arturo Carrera, llamado Otro ramal, sobre una estación abandonada en la pampa, y por supuesto Poesía civil, libro de Sergio Raimondi, donde el metal olvidado es uno de los temas recurrentes.
Pero el asunto es que por la estación de Haedo pasa el tren. Pasa todavía. ¿Cómo se mantiene la memoria de un lugar así? ¿Dónde se aloja su densidad cultural? Haedo, partido de Morón, hace tiempo que vota distinto a los partidos con los que linda. En esos otros lados el combate sobre la memoria se resuelve poniéndole Eva Perón o José Ignacio Rucci a alguna calle y resuelta la cuestión (en Haedo, en cambio, la pizzería frente a la estación se llama La Recoleta). La memoria en el peronismo real es como la de la Iglesia: fastos vacíos y reelección indefinida. ¿Cómo piensa el progresismo el asunto? ¿Inaugurando fotogénicamente la reconstrucción de la estación con dinero del concesionario? ¿Organizando una mesa redonda? ¿Mandando folletos explicativos junto con la factura de ABL? Por momentos, la utopía estética de Haedo parece llegar a ser una copia suburbana de Palermo Viejo: la señalética es cool (como les gustaba a Ibarra y a Telerman), hay ferias artesanales modernas (como les gustaba a Ibarra y a Telerman) y uno de cada dos carteles dice las palabras: “Espacio Público” (como les gustaba a Ibarra y a Telerman).
De regreso a la Capital, el de la ESMA es otro caso de las carencias del progresismo –esta vez en clave peronista– para pensar críticamente el espesor histórico. Luego del discurso de Kirchner, tan conmovedor como injusto (es infinitamente más fácil descolgar el cuadro de un dictador hoy que juzgar a las juntas militares veinticinco años atrás), el Estado no supo qué hacer con la ESMA, y resolvió tercerizarla entre diversas organizaciones de derechos humanos, para crear centros culturales convencionales. Ese no saber incluye también a buena parte de la clase política, el campo intelectual, la academia y el periodismo. Pero no se trata sólo de un no saber pragmático (el problema no se resuelve importando el último grito de la moda, de la museología culposa alemana sobre los judíos), sino que lo que acontece es un no pensar, una escandalosa ausencia de reflexión crítica. El progresismo ha sido en las últimas décadas el espacio político del no pensamiento. O en todo caso, apenas un pensamiento de superficie, nada que haya transformado ninguna estructura profunda. La vieja estación aún está a la espera de un pensamiento político radical sobre ella.