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Guerra Gobierno-Campo

¿Estadista? Sí, ésta dista

Tal vez el interminable conflicto entre el Gobierno y los ruralistas acabe teniendo, al menos, una ventaja: la de conocernos mejor, dejando en claro quién es quién y a qué juega cada uno en este campo de batalla que ayer dejó de ser virtual.

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Tal vez el interminable conflicto entre el Gobierno y los ruralistas acabe teniendo, al menos, una ventaja: la de conocernos mejor, dejando en claro quién es quién y a qué juega cada uno en este campo de batalla que ayer dejó de ser virtual.

Son pocas las veces que la política otorga posibilidades de que algo así ocurra. Porque la política, siempre, tuvo tantos parentescos con el teatro que la mayoría de los líderes pasaron a la historia como lo que pretendieron representar (o como pretendieron representarlos quienes los vencieron e imprimieron los libros) y no como lo que fueron en realidad.

Hoy, por obra de una revolución tecnológica inversamente proporcional al desarrollo del buen gusto y la inteligencia masivos, la política ya no se parece tanto al teatro como a la televisión, nieta rutilante, sensual, fácil y a la vez bastarda de aquel arte en el que brillaron Shakespeare o Chéjov. Así, el relato oficial se ve a diario contaminado por la necesidad de rating, es decir, de seducir y al mismo tiempo capturar o subordinar a la audiencia, formateada en el talk show, la competencia populista (se baila, se canta, se patina para cumplir sueños muy parecidos a los hospitales ahora pagaderos vía retenciones), la eliminación telefónica y el escándalo en horario central, para su reproducción en cadena en todos los programas de chimentos. Los famosos, como los políticos, son capaces de decirse y hacer cualquier cosa con tal de permanecer, triunfales, hasta el final del certamen.

Lenguaje de sinuosas celebrities para descalificar al adversario: “gato”, “trepador”, “soberbio”, “irrespetuoso con el jurado”, “acomodado”...

Lenguaje político: “golpista”, “traidor”, “tibio”, “oligarca”...

Ante semejantes reacciones tinellísticas desde la Casa Rosada, opositores, obispos, periodistas y peronistas no alineados coincidieron, preocupados por los alcances del conflicto agropecuario, en pedirle “gestos de estadista” a Cristina Kirchner. Y esta semana, ella sorprendió a todo el mundo mostrándose capaz de decir cualquier cosa, pero ya no del adversario sino de sí misma:

◆“No me siento una estadista, me siento apenas una Presidenta de la Nación.”

◆“Soy una profeta de los hechos.” La palabra estadista tiene dos significados, aunque a un buen estadista deberían caberle ambos:

◆“Persona que describe la población, riqueza y civilización de un pueblo, provincia o nación.” Es decir, alguien muy ducho para hacer buenas estadísticas.

◆“Persona con gran saber y experiencia en los asuntos de Estado.” Es decir, alguien muy ducho para dirigir los destinos de un país. Cristina ha dicho que no es nada de eso.

¿Hacía falta que CFK mostrara esas hilachas y, además, se enorgulleciera de ellas? ¿No bastaba con las polémicas sobre el funcionamiento del “viejo” y el “nuevo” INDEK? ¿Es golpista pretender que la Argentina sea gobernada por un/una estadista? ¿Es de derecha? ¿La autoridad y la viveza (o la astucia) bastan para gobernar? ¿De qué estamos hablando, che?

La palabra profeta tiene tres significados, aunque, en pleno siglo XXI, quien se los adjudique todos podría pasar por loco sin derecho a réplica:

◆“Poseedor del don de profecía.” Es decir, de saber lo que va a pasar por inspiración sobrenatural.

◆“Persona que, por señales o cálculos hechos previamente, predice acontecimientos futuros.” Es decir, alguien capaz de anticiparse a las cosas. En este sentido, un buen estadista podría ser considerado, metafóricamente, un profeta.

◆“Persona que habla en nombre o por inspiración de Dios.” Es decir, un místico.

¿Qué vendría a ser un “profeta de los hechos”, entonces? ¿Alguien que hace sus cálculos y proyecciones mirando para atrás? Porque lo fatal de los hechos es que ya han sucedido. Lo hecho, hecho está. No hay vuelta atrás. ¿De qué estamos hablando, che?

Al confesar cuánto dista de ser una estadista, por decisión vocacional u otro tipo de límites, Doña Cristina se propinó un daño justo donde creía estar colgándose una inexplicable medalla. Habría que explorar muy bien por qué la misma mujer que hace seis meses prometió saldar las deudas institucionales de los gobiernos anteriores, incluido el de su propio esposo, decidió lastimar la institución presidencial considerándose “apenas una Presidenta” y no “sobre todo” eso. Coronó el dislate con una represión que sólo ensalza al entrerriano Alfredo De Angeli, a estas horas convertido en una especie de Perón de las clases medias urbanas y rurales.

Los K decidieron desenroscarse de su pirotecnia verbal endureciendo dichos y hechos. Su relación con la autoridad, en cuanto valor político, ya pasó la frontera de lo patológico. Se dicen fuertes e infranqueables, se muestran cada día más débiles y alejados de la realidad. Si Cristina prefiere no ser una estadista, allá ella. Ojalá tenga algún método para evitar un desastre. Tiempo no le sobra.