El pasado 6 de marzo se hizo el acto de apertura del año judicial, en el que Ricardo Lorenzetti, presidente de nuestra Suprema Corte de Justicia, instó a todos los poderes del Estado para que se hagan cargo de encontrar soluciones al problema del narcotráfico, al cual calificó como prioritario ya que “está afectando el Estado de Derecho”.
La gravedad y proveniencia de tal afirmación seguramente hubiese producido una verdadera convulsión político-institucional en un país del mundo desarrollado. Lamentablemente pareciera que aquí nos estamos acostumbrando a convivir con lo que, hace largo tiempo, venimos definiendo como una nueva forma de imperialismo que poco a poco, merced a su capacidad económica, va colonizando todos los estratos de nuestra sociedad.
En verdad no es preciso analizar muchas estadísticas, que desde hace varios años no se actualizan, para verificar que la oferta, producción, tráfico y consumo de drogas ilícitas aumentaron en forma alarmante en nuestro territorio en la última década.
Eso implica también que creció el flujo de dinero derivado de los beneficios originados en dicho negocio los cuales, en principio, son extraídos del circuito económico formal e invertidos con objetivos opuestos a los económicamente esperables.
En la reciente campaña electoral y después de ella, se lanzaron propuestas aisladas con la vana pretensión de solucionar de la noche a la mañana ésta que es una de las amenazas más serias que acecha a nuestra Nación aunque hasta la fecha, al menos desde el sector público, no se produjeron hechos trascendentes que acompañen ese discurso.
Por nuestra parte ya hace mucho venimos advirtiendo en diferentes ponencias y publicaciones acerca de la gravedad del fenómeno del narconegocio, de su poder de corrupción y de su letal capacidad de afectación a los órdenes económico, político-institucional y social dados los grandes recursos de dinero de los que disponen.
La respuesta requerida para al menos menguar su dramático avance que ya nadie puede ocultar, consiste en alcanzar un verdadero acuerdo político que ponga en marcha un plan con recursos suficientes, integral y multidisciplinario, el cual no admite improvisaciones e improvisados.
El mismo debería abarcar a todos y cada uno de los eslabones de esta vil cadena de negocios, incluyendo políticas y programas en materia de: prevención, lo que requiere de un relevante esfuerzo de la estructura educativa pública y privada; de asistencia, involucrando al sistema de salud público, social y privado; de control de la producción, en especial de las llamadas drogas psicoactivas; y de control y represión del tráfico, oferta y distribución de estupefacientes mediante una fuerte coordinación de las fuerzas de seguridad, del Ministerio Público Fiscal y de los organismos judiciales lo que implica también alcanzar una fina sintonía entre las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales.
Merece especial mención el último de los eslabones que está relacionado al objetivo final de estas organizaciones en cuanto a la posibilidad de utilizar el rédito de este monumental negocio. En tal sentido resulta esencial sostener una política de prevención y control del lavado de dinero con una fuerte participación del sector privado a efectos de generar un ambiente de control en nuestra economía que aumente el costo y el riesgo para quienes pretendan operar en nuestra jurisdicción.
Este fenómeno tiende a lograr altos niveles de connivencia en todos los ámbitos de decisión de relevancia, sea del sector público o privado. Para que se entienda, hay quienes sostienen que hablamos de una de las actividades que mayor “empleo” genera en el mundo (abarcando al informal) y con una capacidad de generación de riqueza equiparable a las economías más desarrolladas del planeta.
El lavado de dinero no es un crimen económico en sí mismo, ya que no busca ganar dinero, sino lavarlo. Más bien podríamos decir que se configura como la economía del crimen y su lógica dista mucho de la racionalidad económica general.
En punto a su afectación al orden político-institucional, indefectiblemente, en el mediano o largo plazo y por medio de cuantiosas inversiones en corrupción logran hacer de cada jurisdicción un espacio ideal para sus objetivos, comprando todo lo que se interponga e influyendo en las estructuras de toma de decisiones ejecutivas, legislativas y de fiscalización y control.
Muestra de la gravedad de estos fenómenos criminales fue el llamamiento realizado por el papa Francisco, en oportunidad de una reciente misa celebrada en conmemoración de las víctimas inocentes del crimen organizado en Italia, donde dijo: “El poder y el dinero que tienen ahora por muchos negocios sucios, por crímenes mafiosos, está lleno de sangre. ¡Conviértanse, aún hay tiempo de convertirse y de no ir al infierno! Dejen de hacer el mal, conviértanse, por favor, se los pido de rodillas, es por su bien”.
La alteza demostrada por quien es hoy, según la revista Fortune, el hombre más influyente del mundo en realizar tal pedido “de rodillas”, debiera convocarnos a todos a repensar ciertas posturas laxas de nuestra comunidad y entender que los efectos deletéreos de estas conductas, en especial sobre los sectores más marginales, debieran ser inaceptables desde la moral social.
Es imprescindible no subestimar y minimizar las consecuencias. Por caso, quien piense que temas tales como la inflación, la caída de reservas, el de-sempleo, las paritarias o hasta la propia inseguridad o los saqueos son nuestros principales desafíos, se equivoca. Todos esos problemas, sin mengua de su altísima importancia, son atendibles y solucionables con la aplicación de apropiadas políticas públicas.
Sin embargo, el narco-negocio es un fenómeno con un poder económico y de corrupción tan apabullante que le permite lograr niveles de infiltración y vulneración nunca antes pensados, transformándolo sin lugar a dudas, en la principal amenaza para nuestro orden económico, político y social. Si no logramos contundentes acciones provenientes de una comunidad coordinada y organizada, el Estado de derecho que tanto esfuerzo nos costó conseguir, podría transformarse en un narco-Estado.