Lo característico de un Estado policial es crear miedo en la gente. Nada tiene que ver con la policía que se ocupa del orden ciudadano y de perseguir el delito. Cuando un Estado es policíaco pone en funcionamiento un servicio de vigilancia sobre quienes hacen peligrar al poder y no sobre quien infringe la ley. El sistema se sostiene sobre la base del secreto. Nadie sabe quién ordena y cómo se distribuye la cadena de mandos que llega hasta la realización de una determinada acción. El espacio de poder es compartimentado para proteger a las jefaturas. Hay cosas que se llevan a cabo en interés del poder que la misma cúspide ignora. Un cierto grado de anarquía es necesario para cumplir con los objetivos de acorralar a individuos o grupos señalados como subversivos.
La palabra “subversión” puesta en circulación por la dictadura del Proceso ya tenía antecedentes en la doctrina de la seguridad nacional. Decir “destituyente” o “golpista” prolonga la serie de nombres de un mismo personaje que hay que suprimir.
En un régimen de terror se lo elimina físicamente, en un Estado policial se lo amedrenta para hacerlo callar o para que sirva de ejemplo para que otros callen.
Lo sucedido con los periodistas Magdalena Ruiz Guiñazú y Alfredo Leuco es un misterio. Los rumores, los trascendidos, las acusaciones y las denuncias necesariamente sin pruebas, contradenuncias y desmentidos, muestran la eficacia del suceso padecido por ambos. Ellos no sabrán por qué les pasó lo que les pasó, y nosotros tampoco. Lo supondremos. El acto de visita de la AFIP y de robo en la calle se inscriben en el Estado policial y logran su eficacia en él.
Hay quienes se burlan de los mencionados periodistas. Dicen que no es lo mismo una amenaza de muerte que una visita impositiva; o que durante la dictadura se robaban bebés y no notebooks. Resaltan que había que tener coraje en aquellos tiempos ante un Estado criminal, bastante más que del que se ufanan al denunciar al Gobierno actual por perseguirlos.
Es cierto cuando dicen que no es lo mismo el terrorismo de Estado que el Estado policial. Pero lo que no es cierto es que la democracia sea un régimen de apriete, extorsión, delación y difamación.
El kirchnerismo ha puesto en funcionamiento el Estado policial. Usa los servicios y grupos de acción autónoma para molestar a quienes deben ser molestados. No es por una patología genética que Hermenegildo Sábat, Juan José Campanella, Alfredo Casero o Marcelo Birmajer se sientan perseguidos ni por una tendencia al melodramatismo. El dedo del poder es usado señalando al desviado. Lo ha hecho la Presidenta en casi cada intervención mediática y antes el ex presidente Kirchner.
Una persona que es señalada si intenta defenderse no puede evitar una situación humillante. Casero tiene que mostrar un ADN para que se sepa que él también sabe lo que es el dolor. Leuco debe recordar que estaba en contra del Proceso. Magdalena responde que nada tuvo que ver con… etc.
El peruano parlanchín, Hugo Guerrero Marthineitz, de quien era admirador, hacía un programa radial en vivo en el auditorio Kraft durante el Proceso. Me llamó la atención que subrayara por el micrófono y ante la audiencia que era un católico ferviente. Debía mediante esa confesión dar su prueba de decencia de acuerdo a la tabla de valores de los jerarcas del momento. Los bedeles de este tipo de régimen permanentemente nos preguntan quiénes somos, qué hicimos, dónde estuvimos y al lado de quién, con quién hablamos. Franz Kafka lo hizo letra y Orson Welles lo convirtió en imagen, se llamó El Proceso.
El Estado policial “nos obliga a decir” –efecto que según Roland Barthes caracteriza a los Estados totalitarios que aun de un modo reactivo pone palabras en nuestra boca que en otras circunstancias rechazaríamos pronunciar– y nos hace sentir vergüenza de nosotros mismos. No todo es heroísmo ante cierto tipo de difamaciones. Las dos cosas se mezclan.
El Estado policial deriva de un ejercicio de gobernar bastante conocido. Aprieta al individuo con la misma técnica que usaban las cruzadas para forzar las conversiones. Usa la amenaza física, la deshumanización del semejante, inocula la idea de pecado o culpa con el ejemplo de mártires, y unge al conversor con una misión redentora.
Nadie dice que no se puede criticar a este gobierno, pero se supone que antes hay que pedir perdón. Primero recitar el catecismo de sus méritos, y luego, con mesura, manifestar alguna desaprobación.
No hay que favorecer a la derecha.
El stalinismo que asesinó a millones de hombres tenía la aprobación de amplios sectores de la sociedad ante la disyuntiva que les planteaba: o Stalin o el nazismo. Quienes difundían los argumentos para que la prueba de lealtad funcionara a nivel del relato era la gente de la cultura. Es decir la nomenklatura.
Dos nunca más. Néstor Kirchner, desde que reabrió la ESMA en el año 2004 como sitio de la memoria, inauguró también otra cosa: el Estado policial.
Ninguna persona que condenara las vejaciones de la dictadura iba a declarar que un presidente vitoreado por las organizaciones de derechos humanos organizaba con palabras – y luego con hechos– en nombre de las víctimas del terrorismo de Estado un período de persecuciones de quienes no convalidaran las futuras acciones del poder. Por eso hubo en medio del entusiasmo militante y la de mirada progresista un sonoro silencio crítico. Parecía inmoral rebelarse contra un gesto de aparente justicia que reivindicaba la epopeya de los 70.
Ese silencio hoy ha sido llenado algo tardíamente con palabras.
En la Argentina hubo dos “nunca más”. Los dos fueron olvidados. Del último no nos hemos olvidado del mismo modo que del primero. El “nunca más” del gobierno de Alfonsín, lo hemos suprimido a conciencia. Lo hizo Néstor Kirchner en aquel acto de la ESMA. Ignoró el coraje que se necesitaba para juzgar a la cúpula dictatorial con las fuerzas armadas en contra de un gobierno desarmado y sin instituciones consolidadas para protegerlo de los cómplices del Proceso.
Pero el otro “nunca más”, totalmente suprimido de la memoria, se hizo escuchar durante el gobierno de Videla, Massera, Galtieri y otros socios. Se decía que nunca más volverían los políticos, se repetía con el consenso general que nunca más gobernarían los partidos corruptos que llevaron al país al caos. Y ese nunca más era compartido por las fuerzas vivas y por el común de la gente. Lo ocurrido entre 1972 y 1976, les había mostrado que el retorno de la democracia era un fraude, que los que retornaban eran los abogados radicales, los sindicalistas peronistas, los corruptos de siempre, y para colmo de males, con las organizaciones armadas detrás.
Estaba decidido que “nunca más” resucitaría ese régimen, había convencimiento en que se fueran todos, y las urnas habían de estar bien guardadas. ¿Quién se acuerda de eso? Sólo la derrota de Malvinas cambió aquel relato.
Han sido dos “nunca más” echados a la basura para evitar pensar en nuestras responsabilidades políticas por lo que vino después.
Filósofo.
Mañana, domingo, se publicará la segunda parte.