COLUMNISTAS

¿Están lloviendo uvas?

¿Qué debo hacer el martes? Si me quedo en casa, ¿qué responderé a mis nietos cuando me pregunten cómo se celebró el Bicentenario, y dónde estaba yo? ¿“Estaba desconfiando”, les diré?

Rafaelspregelburd150
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¿Qué debo hacer el martes? Si me quedo en casa, ¿qué responderé a mis nietos cuando me pregunten cómo se celebró el Bicentenario, y dónde estaba yo? ¿“Estaba desconfiando”, les diré?
Pregunto a mis amigos si van a hacer algo. Nadie sabe. ¿Es como un Mundial? ¿Hay que juntarse a ver los partidos?
Aprovechando que investigo un caso artístico-policial para una obra, tal vez pueda aportar mi granito de confusión a esta fecha inevitable.
Unos años antes del Centenario se dio un episodio que –a mi gusto– le puso forma (imagen) a varias especulaciones sobre cómo se forja una identidad. El 25 de diciembre de 1891, en un páramo de Morón y a raíz de la disputa que sostenían en la prensa, el pintor Eduardo Schiaffino se batía a duelo mortal con el crítico Eugenio Auzón. Schiaffino había participado (junto a otros pintores que el país había mandado a estudiar a Europa) de la que tal vez fuera la primera muestra de arte nacional. Unas señoras ricas armaron la paqueta vernissage en la calle Florida, exhibiendo a Sívori, a Giudici, a Mendilaharzu. Auzón esperó hasta el último día y, en contra de las melosas loas publicadas hasta el momento, se mofó como un punk de las pretensiones de que existiera algo así como un arte argentino. Eran tiempos en los que Mayo no estaba tan lejos, y la lucha por la constitución de un “nosotros” aceptable (en medio de las guerras civiles y la expansión por sobre el indio que siguieron a la Independencia) era aún arcilla fresca y moldeable; era la puja por la nacionalidad, administración y posesión de las imágenes, que aquí incluyó una mezcla explosiva de graciosas damas, millonarios ferroviarios, artistas obedientes, artistas desobedientes y críticos indignados por la ausencia de mecenas.
Auzón, que sostuvo que “el arte no tiene nacionalidad sino una patria universal que es el mundo”, defenestra la identificación localista que ama al ícono de moda: el Juan Moreira. Con una ortografía un poco previa a nuestro castellano (todo protoestado usa una protolengua), dice: “Es preciso de todo punto rehabilitar al vigilante. El vigilante es un poste y Moreira un asesino pura boca. Qué lástima que yo no sepa pintar un poste, digo, un vigilante (…) Yo les había de mostrar a estos artistas nacionales que han arruinado el país con sus estudios en Europa, que han tenido a su disposicion el Moisés del Perugino, la Gioconda de Velázquez y todas las orgías de vírgenes y pastoras desde el Vaticano hasta el Louvre, que el genio reemplaza al estudio y que vale más la plástica de un simple vigilante que cumple con su deber como un poste, que todas esas pinturas sin utilidad práctica. (…) ¡Pero qué arte nacional ni que berenjenas! Es inútil pensar en ello hasta dentro de 200 años y algunos meses. (…) Lo mejor es que nadie haga nada. Para qué sirven el arte y la literatura? Los pueblos más felices son los que están panza arriba”.
Escándalo. Impudicia. La respuesta no se hizo esperar. Schiaffino se hizo cargo de la defensa corporativa de los artistas que se suponían “nacionales”, y terminó retando a Auzón, que adujo miopía para evitar las pistolas. La escena sobre la que escribo tuvo lugar con ignotos sables de combate. En un movimiento torpe, impensado, Auzón hiere a Schiaffino en la mano. Pobre metáfora. El crítico, el que habla de aquello que es incapaz de producir, hiere al artista en la mano. La mano que sostiene el pincel. Que cesará.
Al día siguiente, el diario El Argentino informaría que “si es así como se espera fomentar el arte aquí, donde tanto se habla de él y tan poco se le conoce, si es así como se le pretende provocar a la crítica, y si cada polémica artística ha de hermanarse con personalismos incongruentes y resolverse a hachazos... ¡estamos frescos! Habrá arte y crítica artística en Buenos Aires, cuando lluevan uvas”.
No puedo evitar unir historia con presente, y sospechar que están lloviendo felices algunas uvitas. Argentina no es el país libre y ejemplar que soñaran los próceres. Hoy es apenas invitada de honor en Frankfurt; su cine es multipremiado; su teatro da la nota en prestigiosos festivales. No creo que vaya a entusiasmarme con el extraño producto que las circunstancias me quieren vender. (El producto se llama “Argentina”.)
Pero también estoy harto de no tener nada que festejar. Como si de ello dependiera mi entereza, o como si el fracaso y la miseria fueran algo de lo que ufanarse. Porque si algo somos es herederos dialécticos de esas contradicciones flagrantes: tan hijos del “apátrida” Auzón como del “nacionalista” Schiaffino.
A lo mejor me sumo al locro con algunos otros extraviados.