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fanatismos

Esteche estuvo muy mal

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Los fanáticos del kirchnerismo se dividen en dos clases: aquellos que están a favor y aquellos que están en contra. Por sobre esa diferencia puntual, que es lo que a primera vista resalta, se asemejan por un rasgo compartido que al final termina uniéndolos: esa fuerte fijación que les impide pensar jamás en otra cosa. Cualquier asunto dispar, por ajeno y remoto que sea, acaba remitiéndolos al kirchnerismo. Decimos Maradona, decimos Erdogan, decimos Trump, y al instante nos vemos exigidos a pronunciarnos sobre Máximo o sobre Lázaro, sobre Cristina o sobre Aníbal Fernández (o como acaba de pasarme aquí, en estas mismas páginas, con un cordial correo de lectores: uno dice Etchecopar y le reclaman que diga Esteche. Aunque en este caso tal vez pudo tratarse de un efecto de asociación por aliteración).
Para los fanáticos del kirchnerismo no existe el cambio de tema, es pecado de omisión. Surge inmediata la acusación por distracción o por encubrimiento, porque de la obsesión nada se escapa, y lo que se escapa sólo puede ser interpretado como desvío o escamoteo. Si uno habla de esto se reclama que hable también de aquello (y aunque esto puede variar, aquello es siempre lo mismo).
Cuánto más se puede aprender, en cambio, cuando se cuenta con la posibilidad de mantener un diálogo franco o un debate abierto. Y estas oportunidades yo las he tenido tanto con algunos opositores al kirchnerismo como con algunos partidarios del kirchnerismo. Me ofrecieron generosamente esa ocasión Martín Caparrós o Beatriz Sarlo, por ejemplo (tan sólo el citado fanatismo binarista y su tan estúpida grieta llevaron a algunos a pensar que el macrismo habría de contar con su adhesión). Y la tuve también, para el caso, en el programa 6,7,8 o en el Centro Cultural Haroldo Conti o en la Biblioteca Nacional (porque siempre me pareció más productivo dar los debates con el kirchnerismo en esa clase de ámbitos, y no donde era prácticamente lo mismo que prestarse a alimentar pirañas) con lo que María Pía López planteó sobre los intelectuales y la política, en un caso, con lo que Eduardo Jozami dijo sobre Rodolfo Walsh, en el otro, o con la lectura generosa y en disenso que Horacio González hizo de un texto que yo había escrito sobre Cortázar y lo popular, en el último.
Qué difícil resulta, por el contrario, tratar de razonar con los fanáticos (prueben hablar de Boca conmigo, si no me creen. Prueben y van a ver. La chicana mezquina y la inútil filosidad me brotan al instante, cual herpes).