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Estuario

También estuvieron aquí Reynaldo Arenas y Marosa Di Giorgio. Françoise Garnier es traductora en la MEET desde hace décadas. Me cuenta que Marosa era fantástica.

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Estuario. | marta toledo

Estoy pasando unas semanas en Saint Nazaire, una ciudad pequeña a orillas del Loira, justo ahí donde el río ya se vuelca hacia el océano Atlántico. Vivo en la zona del puerto, en un décimo piso, así que desde los ventanales puedo ver el agua, la costa enfrente, el puente que me recuerda al complejo Zárate-Brazo Largo que une Buenos Aires con Entre Ríos o al General Belgrano que conecta Resitencia y Corrientes. Y si salgo al balcón y miro hacia abajo veo el estuario: los días calmos, es raro que no haya viento, el agua verde y quieta parece una piedra. Todos los días pasan por allí barcos gigantescos que apenas caben en el ancho del estuario y que son guiados por un barco más pequeño, que tira de ellos. Un puente levadizo permite el paso de estas naves gigantes que a veces aparecen en el panorama mientras estoy leyendo y me sobresalta la imagen, como si en vez de un gran barco hubiese acuatizado un ovni. Si me asomo más al balcón se ve la base submarina, el sello de la ciudad, una gran mole oscura instalada durante la Segunda Guerra por los alemanes, hoy convertida en un centro cultural. Saint Nazaire fue bombardeada por los aliados, en esa época, y buena parte de sus construcciones destruidas.  

Por esta residencia pasaron un montón de autores argentinos. El otro día, hablando con unos profesores de aquí, les preguntaba quiénes eran los escritores de Saint Nazaire; luego de pensar y tirar un par de nombres concluyeron que los escritores de Saint Nazaire son los argentinos que vienen al MEET (Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs). Muchos escribieron y publicaron libros a partir de su experiencia aquí. César Aira, en 1991, Nouvelles impressions du Petit-Maroc: “Lenta, rápida, la velocidad de los barcos es de las que se resisten a la calificación. Es cierto que parecen lentos, como el transcurso de un astro, pero eso puede ser una ilusión de la distancia; por lo pronto, usan una medida diferente y esotérica, los ‘nudos’, para crear su cuenta propia, no relativa a nada. Además uno sabe que dentro de ellos sucede una vida planetaria, sujeta a su propia gravedad, y sus habitantes bien los pueden considerar, a cualquier efecto práctico, inmóviles; un barco tiende a ser ‘ciudad flotante’, como una isla. Al observador desde tierra firme nunca se le ocurirría deternerlos con un gesto del pensamiento, porque se sabe que tienen prisa, una prisa lenta, propia de ellos, que se ha moralizado en fábulas de la eficacia: es que nunca hacen rodeos ni curvas, salvo las elípticas sobrenaturales más breves que la recta, porque siempre van a alguna parte, a un punto de alguna costa que ellos saben y nadie más podría adivinar. Es como si pensaran”. O el último publicado este año, Estuaire, de Leandro Ávalos Blacha: “Estaba entrando en su casa cuando vio una criatura extraña apoyada en la fachada del Grand Café. Denise se hizo la idea de que era una Virgen por su manto rojo, la aureola brillante y el corazón sangrante en el pecho. Un poco más ajeno le resultaba el color verde de su piel y los tentáculos que sostenían el corazón. De este salía un humo negro”.

También estuvieron aquí Reynaldo Arenas y Marosa Di Giorgio. Françoise Garnier es traductora en la MEET desde hace décadas. Me cuenta que Marosa era fantástica, una persona muy divertida, recuerda con mucho cariño haberla conocido. Le encantaban las crêpes flambeadas, dice con una sonrisa. Una noche dio un recital de poesía, antes fue a la peluquería y llegó con todo un peinado, un vestido largo rojo y una rosa en la mano.