A principios de los años ochenta, algunos estudiantes colocaban en las calles de Ginebra mesas con periódicos y un recipiente con monedas para que la gente pudiera comprarlos y retirar su cambio. En esa sociedad, nadie habría pensado en robar ni los periódicos ni el dinero. En cualquiera de nuestros países, la mesa no habría durado más de unos minutos. En los Estados Unidos, hasta los atentados del 11 de septiembre, se respetaba el valor de la palabra. Cuando subíamos a un avión, un policía preguntaba: “¿Lleva bombas en su equipaje de mano?”. Si respondíamos “no”, abordábamos la nave sin problemas. En los formularios para obtener la visa hacían preguntas como: “¿Viaja para cometer actos terroristas? ¿Piensa atentar en contra de la vida del Presidente de los Estados Unidos?” bastaba con que el solicitante dijera que no y las autoridades le creían. En todo el mundo, la mayoría de las personas trata de evadir el pago de impuestos. Para conseguirlo, algunos franceses viven del otro lado de la frontera con Suiza y hay famosos que declaran su residencia en paraísos fiscales como Mónaco. No son santos ni demonios, juegan dentro de ciertos límites posibles dentro de lo que Max Weber llamó “la ética protestante”.
Las instituciones legales de todo país tienen que ver con su cultura y con su historia, y por lo tanto es peligroso pretender copiarlas mecánicamente. En Estados Unidos hay leyes como la que premia a los delincuentes delatores o la que extingue el dominio de los narcotraficantes, que pueden funcionar en sociedades en las que existen instituciones sólidas y una justicia independiente de poderes externos, en la que ni el presidente norteamericano ni ninguna autoridad de cualquier tipo se reúnen en privado con jueces que manejan juicios polémicos.
Es también impensable que exista un partido judicial que agrupe a jueces y autoridades para proteger una red institucionalizada de corrupción. En América Latina hay jueces serios, pero hay también algunos con una ética liviana, que si se promulga la ley de extinción de dominio, pueden interesarse por la fortuna de alguien, acusarlo de corrupto y quedarse con ella. No sería nada nuevo: pasó ya en otro país latinoamericano en el que algunos burócratas robaron con ese pretexto los bienes de algunos empresarios y fue como Felipe IV y Clemente V licuaron la deuda con los Templarios: les declararon herejes, les quemaron vivos y dieron de baja ese pasivo.
En la televisión argentina es agobiante el desfile de delincuentes confesos, que por ser delatores se han convertido en apóstoles de la moral. A propósito de que supuestamente se han arrepentido, dicen lo que quieren en contra de cualquiera, tienen credibilidad y degradan a la sociedad todos los días con sus cátedras de moral. Con leyes como ésta, los delincuentes dan rienda suelta a sus delirios, ejecutan venganzas y chantajean. En principio, los delincuentes confesos que actúan con impunidad no me parecen confiables. Menos si son delatores. No creo que ese tipo de personajes puedan dirigir la construcción moral de un país.
En nuestros países las instituciones son todavía débiles. Desaparecieron las dictaduras militares, pero surgieron gobiernos autoritarios grotescos con pretensión de perpetuarse en el poder como el de Venezuela o el gobierno K que concentraron el poder. Los ciudadanos tuvieron que defenderse, caminando muchas veces al filo de la ley. En Finlandia casi nadie maneja dinero en negro, tienen una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo y uno de los mejores niveles de comportamiento ético. Eso no ocurre porque las leyes en contra de la corrupción son brutales: es un delito que ha aparecido excepcionalmente y está penado con cinco años de prisión. Las leyes draconianas son generalmente inventos de los políticos para combatirse mutuamente, que terminan arrastrando a todos como ocurrió en Brasil.
Se combate a la corrupción construyendo una sociedad libre, con valores, en la que se respeten los derechos de todos los ciudadanos, el derecho a la legítima defensa y a la honra personal. No en sociedades vengativas en las que hay tribunales especiales armados para perseguir a los adversarios, jueces militantes que tuercen la justicia, periodistas militantes que mienten sistemáticamente, o personas y grupos que suponen ser dueños de la verdad y creen tener la autoridad para combatir a los que no piensan como ellos con todo tipo de armas.
Habrá cada vez más corrupción mientras muchos admiren a un coronel del ejército que expropia casas simplemente porque es Presidente de la República, mientras haya sectarios dedicados a perseguir injustamente a los que piensan distinto y mientras los héroes mediáticos sean buchones que denuncian a personajes políticos que caen mal. Merecemos vivir una sociedad mejor.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.