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Etica y psicoanálisis

En Todo lo que necesitás saber sobre psicoanálisis (Paidós), Silvia Ons advierte que muchas veces el psicoanálisis corre el riesgo de quedar confinado a una jerga, que pierde su relación con la clínica, y a una propagación periodística donde se banaliza lo esencial, lo que hace necesario sacarlo de la “capilla analítica”, para que comprenda su aporte fundamental a nuestra civilización. Aquí, la ética de esta práctica y la sesión psicoanalítica, eje de polémicas.

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Tanto la ética como el poder circulan por caminos separados e independientes, como si no existiese una relación entre ellos. La desconfianza en el poder se asienta en este divorcio, y la ética parece vacía e impotente cuando intenta regularlo.

Es que el poder ha perdido legitimidad y la ética se limita a pregonar valores inmutables, como una suerte de tribunal de la razón atemporal e independiente de la experiencia: un anacronismo. Hoy se invoca a la ética apelando a una función reguladora de las fuerzas científicas, mediáticas, políticas. Esto refiere a la separación radical entre la ética y los dominios mencionados. Si el poder debe ser sopesado, es por su desarraigo de la ética. En efecto: la ética ya no está en su ejercicio. Allí el signo de su ocaso. La separación entre la ética y el poder conduce a la ineficacia de la ética y a la deslegitimación creciente del poder. Es decir, es inevitable que una ética pura, que no acepta mezclarse con la conducción, perezca en la medida en que se divorcia del acto, y un poder sin ética es un poder sin autoridad. La amalgama entre el poder y la ética como praxis legitima el principio de autoridad; de lo contrario, solo hay un poder sin autoridad. No hay que olvidar que el vocablo “autoridad” [autoritas] proviene del verbo augure, que significa “aumentar”. En esta primera acepción, se considera que quienes tienen autoridad hacen cumplir, confirman o sancionan una línea de acción o de pensamiento que engrandece. Pero, si nos acercamos más a la constitución de la subjetividad, la función principal de la autoridad consiste en fijar una orientación al querer del sujeto. Dice Lacan: “Lo dicho primero decreta, legisla, aforiza, es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad”. Claro que Lacan habla de lo “dicho primero”, cuando el sujeto no sabe lo que quiere. En el momento en que las figuras que encarnan la autoridad entran en crisis, el sujeto se ve bombardeado continuamente por ofertas para pronunciarse sobre lo que quiere. No hay autoridad que oriente; el peso de la elección está en nosotros. Todo parece posible pero, si no hay elección forzada que limite el campo de la libre elección, la propia libertad de elección desaparece.

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Dice Slavoj Žižek que, paradójicamente, cuando ya no hay nadie que marque lo que queremos, ocurre todo lo contrario de lo que cabría esperar; cuando toda la carga de la elección reposa en nosotros, la dominación del Otro es más completa y la capacidad de elección se convierte en un simulacro puro. Hace ya más de diez años, Jacques-Alain Miller y Éric Laurent (2005) llaman a esta época la del “Otro que no existe”, época signada por la crisis de lo real. En su primera formulación, definieron esa inexistencia como la de una sociedad marcada por la irrealidad de ser solo un semblante. Asistimos a un proceso de desmaterialización creciente de lo real, en la que los discursos, lejos de estar articulados con el cuerpo mismo, se separan de él para proliferar deshabitados.

Al advertir que las palabras no tienen contenido, nos referimos a este proceso. La orientación del psicoanálisis se funda en el deseo del analista como deseo de que el sujeto pueda identificarse con aquello que le es tan propio y que rechaza, y que su semblante, en todo caso, pueda ponerse en consonancia con ese real.

La sesión psicoanalítica. Michel Foucault critica al psicoanálisis porque considera que la sesión analítica es heredera de la confesión religiosa. Sin embargo, ya antes Freud ha señalado sus diferencias: el “decir todo” que ordena la regla fundamental implica decir más que lo que se sabe, mientras que el pecador dice solo lo que sabe. Por otra parte, el psicoanálisis no redime y es menos compasivo que el cristianismo, ya que conduce a que el analizante se haga responsable del goce del cual la confesión pretendería  liberarlo. Así como el paciente se entrega a la regla fundamental, el análisis se desarrolla en la regla de abstinencia de parte del analista, quien no hace intervenir su yo y se sustrae de dar satisfacción a los pedidos del analizante.

Tal privación motoriza las fuerzas pulsionales para la consecución de la cura, que la satisfacción de los pedidos no haría más que detener. Así, lo que se juega entre el analista y el analizante en una sesión se basa en una doble hipótesis: un saber no sabido, que es elinconsciente, y una fuerza en acción, la pulsión.

Ya en los comienzos de su enseñanza, Lacan ve en la técnica de la API una reglamentación heterogénea a la experiencia, y por ello parte de los escritos técnicos de Freud: para captar el suelo vivo en que se apoyaban. En su primer seminario, se dedica a esta temática y observa que, entre los analistas, no hay ninguno de acuerdo con sus contemporáneos respecto de lo que se hace, el objetivo y lo que está en juego en un análisis. Solo gracias al lenguaje freudiano se mantiene un intercambio entre los practicantes con concepciones muy diferentes de su acción. Y el riguroso estándar en las sesiones es común a todos y parece tomar el relevo de los conceptos que se esfumaban. Lacan es expulsado de la API porque sus sesiones breves no llegan a durar los clásicos 50 minutos que duran las de sus colegas. Esa brevedad se sostiene en una ética, no en una mera cuestión técnica.

El psicoanálisis lacaniano resguarda el principio de cualquier equiparación con una técnica; y el retorno a Freud, propulsado por Lacan, hace prevalecer los principios en cuanto que ahonda en los fundamentos del psicoanálisis. Pero el cometido no se circunscribe a una proclama; ante todo, deberíamos cuestionarnos: el estándar no se da solo en la API, dado que también afecta a la comunidad lacaniana. La sesión breve podría estandarizarse sin problema y formar parte de un hábito mecánico que, lejos de articularse con la sorpresa, se asocie con lo previsible. Si la técnica olvida el principio en que se basa, deviene necesariamente en un estereotipo vacío, en un cliché. Lacan es rechazado porque sus ideas alteran los estándares, y de esta manera advierte al analista que “su acción sobre el paciente se le escapa junto con la idea que se hace de ella, si no vuelve a tomar su punto de partida en aquello por lo cual esta es posible, si no retiene la paradoja en lo que tiene de desmembrado, para revisar en el principio la estructura por donde toda acción interviene en la realidad”. Así, elucida los principios de la cura para hablar del origen de su poder, para situar una ética que abreve en esos principios, articulando en el término principio sus dos acepciones: pilar de una teoría y fundamento ético. En una oportunidad, fui invitada a intervenir en un debate en la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) que versaba sobre el trauma y las crisis, enfocados desde las coordenadas de la época. Una analista de dicha institución reivindicaba la sesión de 50 minutos en tiempos –decía– en los que la prisa hace de nuestra vida un zapping. El comentario encerraba una crítica explícita a los lacanianos que, según ella, iban al unísono de la época sin ofrecer en este sentido ninguna resistencia. El yuppie moderno encontraría en nuestro movimiento un terreno fértil donde asentarse.

Considero interesante tomar este comentario –que también escuché en otras oportunidades de miembros de la API– para revisar el principio analítico ligado al tema del tiempo. Esta colega confunde velocidad con brevedad. La aceleración define muy bien al hombre de nuestro tiempo. Heidegger señala la incapacidad para detenernos en la contemplación y el creciente afán por las novedades como dos de nuestras características Un mayor tiempo cronológico no introduce un corte ni da lugar a la pretendida demora, allí donde todo parece apuntar al vértigo. La interpretación es la que quiebra la incansable sucesión al inscribirse como sorpresa, es decir, como momento no homogéneo, como acontecimiento imprevisto, hiato fecundo. En La erótica del tiempo (2001), Miller nos dice que el analista extrae la palabra del tiempo que pasa y así la convierte en un saber inscrito, en escritura. No hay nada más alejado de esa velocidad que anula los intervalos e impide los anclajes de la escritura. Hay que concebir el tiempo de la sesión como tiempo suficiente antes que como técnica de sesión breve o bien cronometrada de 50 minutos, tiempo suficiente para que el decir no quede olvidado en el dicho.

*Psicoanalista.