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Es un asunto que excede el uso de las palabras, pero haberlas convertido en balas simbólicas ya revela la gravedad sofocada que hierve bajo tierra. Aunque una banalidad militante y particularmente cínica defina como placebos inocuos a esas descalificaciones tenebrosas, pintan de cuerpo entero una situación de irascibilidad fenomenal.

Otra vez la parábola del terror de Estado: no se pueden esgrimir desde la ley las armas del delito. No se puede tolerar desde el Estado el patrocinio explícito de la ilegalidad.
Que en una manifestación clara y abiertamente gubernamental se inste a tomar por asalto la sede de la Justicia argentina, no es un mero exabrupto pasional, producto del simple fervor “militante” de algunos. Si los jueces de la Corte Suprema de Justicia son descriptos de ese modo por los favoritos de la Casa Rosada, ¿por qué sorprenderse cuando se los llama “turros” desde el palco oficial, ante el silencio concesivo (y aterrado) de los funcionarios que aplauden?

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Empero, esto no es lo más determinante. La verborragia mercurial y despreciativa que practican los funcionarios del actual poder es un jarabe espeso que ya circula por todo el sistema circulatorio de la sociedad. Ese enojo agrio y desencajado ha perforado las paredes de la vida privada de la gente y se ha metido en sus entrañas.
Hay que retroceder muchos años para descubrir parangones comparables de envilecimiento retórico. Familias enteras se recluyen ya en códigos de silencio. De política no se habla para evitar heridas incurables. Paradoja sugestiva, en el nombre de una supuesta “politización” del país, ocurre todo lo contrario. Lo terrible es que el veneno de la confrontación sistemática excede ampliamente el cotilleo de la política cotidiana.

De manera misteriosa y a la vez siniestra, la pugnacidad, más o menos previsible en toda sociedad abierta, ha rebalsado en la Argentina la corteza de la agenda pública. Una ira descabellada, pero irreductible, ha ido mellando la red de afectos y convivencias tradicionales. Empachados de una supuesta emoción militante, millares de argentinos se manejan con códigos bélicos, formateados en la letal dialéctica de amigo/enemigo.

No empuñan ni disparan armas, pero odian y desprecian con superlativa intensidad. Prevalece en ellos la convicción de que la marcha de la historia les permite soñar que “esta vez, sí”. Son los jóvenes de los tempranos 80, cuyos hijos terminan hoy la escuela secundaria. Aun cuando sean una minoría, integran fracciones sociales que retienen el perfume de diciembre de 2001 y la obsesión antiinstitucional que devino en demencia libertaria. Es bueno recordarlo: en diciembre de 2001, a duras penas, se evitó que el Congreso Nacional fuera incendiado y grupos organizados de piqueteros postulaban por televisión el asalto al Palacio de Tribunales, a la Casa Rosada y al Congreso.

La noción de que instituciones y establecimientos pueden y deben ser copados para cambiar el curso de la historia, quedó implantada con fuerza en aquellos meses turbulentos y penosos. La reconstrucción de la gobernabilidad, desde entonces, nunca plasmó un cambio cualitativo que disminuyera el faccionalismo y el retorno a superiores niveles de concordia, concepto y palabra estigmatizados desde el actual poder.

Fue un movimiento de abajo hacia arriba, pero también de arriba hacia abajo. No la pueden desautorizar desde el Gobierno a la principal difamadora del país porque equivaldría a desautorizarse ellos mismos. Al coexistir (resignada o activamente) con ese lenguaje de desprecio, descalificación e injuria, el Gobierno participa voluntariamente de esta burbuja de irascibilidad donde se producen “excesos” (palabra funesta en la historia argentina).
Lo más profundo y dañino, sin embargo, es el mapa de heridas abiertas que hoy exhibe la escena familiar y afectiva de los argentinos. Padres e hijos, cónyuges, hermanos, cuñados, amantes, no hay vínculo afectivo que (al menos en la siempre neurasténica Buenos Aires) se salve de los efectos depredatorios de este artificial recalentamiento. En el futuro cercano, será más sencillo recomponer armonías institucionales que en el hoy malherido mundo de los amores y los nexos genéticos.

No hay respuesta satisfactoria que dé cuenta de este descenso en el infierno del maximalismo beligerante. Es evidente, eso sí, que el fenómeno ha sido estimulado y deliberado. La Argentina era un país infinitamente más apacible hace apenas una década, aunque proliferaban los conflictos sociales y los resultados de las políticas de aquellos años mostraban un panorama desolador de indigencia y exclusión. Pero el mundo protegido de simpatías, amores, memorias y tradiciones que caracteriza a la vida de la gente, más allá de sus opciones políticas, no había aún sido perforado por ese nivel de conflictividad.

Hoy no es así, y aun cuando se percibe en quienes no toleran al Gobierno cierta intemperancia tóxica, el impulsor inicial y responsable orgánico de que ese clima inhóspito haya atravesado el mundo de las relaciones personales es el “relato” oficial, empapado de venganza irredentista y pétreo dogmatismo.
Por allí se han colado bandadas de oportunistas que hace apenas seis, siete u ocho años merodeaban como roedores por intersticios invisibles y hoy son los nuevos inquisidores que confieren patente de “progresismo” y emiten veredictos de condena a los nuevos “enemigos del pueblo”.

El descuartizamiento de la CTA pertenece a esta calaña de sucesos, reveladores de que el virus de la confrontación tiene vida propia y sigue su lógica de fragmentación y descalificaciones. Por eso, que la Corte Suprema de Justicia sea consi-derada desde una tribuna oficial como una banda “de turros” corrompidos y sus miembros unos “mentirosos”, no es un evento ocasional, ajeno a la norma, azaroso.

Más allá de aclaraciones embarazosas y marginales desautorizaciones, esas voces representan con pureza el ideario oficial. Esos sonidos guturales marcan el ritmo de la discordia perceptible en la vida cotidiana, este odio pestilente.

En Twitter: @peliaschev