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ensayo

Evita y el gran conductor

Alfaguara acaba de reeditar, con agregados, Las vidas del General, de Tomás Eloy Martínez, las memorias de Juan Perón extraidas a lo largo de cuatro días de entrevista en 1970 en el exilio madrileño. Perón cuenta cómo conoció a Evita, cuyo rol fue “el de la Providencia”. Y habla de las virtudes que debe tener un buen conductor ya que –dice– “como político soy apenas un aficionado; en lo que soy un profesional es en la conducción”.

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En esos momentos entró en mi vida Evita. Eva Perón es un producto mío. Yo la preparé para que hiciera lo que hizo. La necesitaba en el sector social de mi conducción. Y su labor allí fue extraordinaria. Conocí a Eva después del terremoto de San Juan, en enero de 1944. Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión traté de movilizar a mucha gente, para que colaborara en la ayuda a esa ciudad, donde había 8 mil muertos. El Ministerio de Guerra, en el que me desempeñaba como jefe de Secretaría (de hecho, subsecretario), envió mantas y carpas para esa pobre gente. En Trabajo y Previsión pensamos en una colecta. Llamé a gran cantidad de artistas de cine, teatro y radio para que la hicieran en las calles de Buenos Aires. Eva vino con ellos. Los artistas, con su modalidad y mentalidad diferentes de las de todos los demás, prestaron su entusiasmo, pero sólo un grupo reducido quedó para organizar el trabajo. Y de ese grupo, la más activa fue esta chica, que me llamó de inmediato la atención. Eva se fue a San Juan por su cuenta, en uno de los aviones de médicos, y desde allí trajo la impresión de lo que pasaba y de cómo se podía ayudar mejor. Cuando terminó lo del terremoto, le pregunté:

—¿Qué hace usted, hija?

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—Trabajo en la radio de [Jaime] Yankelevich –me contestó–. En Radio Belgrano. Estoy ahí en una compañía de rascas.

Siempre me repetía: “Nosotros no somos artistas, somos rascas”. La vi tan útil que le pedí que se quedara a trabajar. Ella aceptó, sin sueldo ni condiciones. Le dimos una oficinita en Trabajo y Previsión y desde el comienzo se mostró como un ser excepcional, aun entre los hombres que colaboraban conmigo. Es una de las cosas que he tenido siempre en cuenta para todas las cosas que hice en la vida: poder utilizar a la gente que es utilizable y que vale. En cuanto veo una persona que vale, no me interesa sino eso: qué hacer con lo que vale. Eva era así. Embaló rápido conmigo. Así como fue apta para lo de San Juan, fue apta para todo lo demás. Enseguida empezamos a intimar y a trabajar bien unidos.

El 17 de octubre de 1945, Eva salió a la calle para ayudarme, junto con [el coronel Domingo A.] Mercante y los muchachos que estaban conmigo. Ya para entonces teníamos preparada a la juventud. No podíamos perder ninguna elección. Eso estaba clarísimo. Cuando la noche del 17 de octubre llegué a la Casa de Gobierno, le dije a Farrell: “Vamos, llame de una vez a elecciones, hombre. ¿O quiere que nos arruinen la revolución?”.

Eva había contribuido mucho a esa lucha. En la mujer hay que despertar las dos fuerzas extraordinarias que son la base de su intuición: la sensibilidad y la imaginación. Cuando esos atributos se desarrollan, la mujer se convierte en un instrumento maravilloso. Claro, es preciso darle también un poquito de conocimiento.

Eva tuvo una clase especial. Lo que logré con ella no hubiera podido hacerlo con otra persona. Pero lo que ella fue, lo que ella hizo, forma parte, al fin de cuentas, del conjunto del arte de la conducción. El carisma es sólo eso: un producto del proceso técnico de la conducción. Porque como político yo soy apenas un aficionado. En lo que soy un profesional es en la conducción.

No se concibe un conductor que no sea a la vez un humanista y que no haya penetrado en la ciencia de las relaciones humanas. Conducir es un arte y, como tal, ha de estar apoyado sobre la ciencia. Tiene una teoría conformada por una serie de enunciados fijos, pero infinitamente variables en su aplicación. Para ello hay una técnica de la conducción, que sirve para la aplicación racional de tales principios. Es un arte sencillo y todo de ejecución, de acuerdo con un apotegma napoleónico. Un conductor debe imitar a la naturaleza, o a Dios. Si Dios bajara todos los días a resolver los problemas de los hombres, ya le habríamos perdido el respeto y no faltaría algún tonto que quisiera reemplazarlo. Por eso Dios actúa a través de la Providencia.

Ese fue el papel que cumplió Eva: el de la Providencia. Primero, el conductor se hace ver: es la base para que lo conozcan; luego se hace conocer: es la base para que lo obedezcan; finalmente se hace obedecer: es la base para que llegue a ser hasta infalible. Esto es tan importante que el Papa, como no es infalible providencialmente, lo ha establecido por decreto.

La acción de Eva fue ante todo social: esa es la misión de la mujer. En lo político, se redujo a organizar la rama femenina del Partido Peronista. Dentro del movimiento, yo tuve la conducción del conjunto; ella, la de los sectores femenino y social. Le dejé absoluta libertad en ese terreno: era mi conducta con todos los dirigentes.

Decidimos sacarle al Estado todo lo que fuera asistencia social y les encomendamos esa función a los sindicatos. ¿Por qué? Porque el Estado tiende a crear una burocracia, con un ejército de tipos que viven de la solidaridad pero no para la solidaridad. Lo que hicimos fue construir policlínicas y colonias de vacaciones para los sindicatos: se las regalábamos, pero ellos tenían que mantenerlas. Así, los dueños de su asistencia social eran ellos mismos. Ellos la vigilaban. Cuando un médico no andaba bien, lo echaban y punto. Había un responsable de echarlo. Y ese responsable no era una institución abstracta en manos de burócratas. También decidimos confiar las jubilaciones a los sindicatos, que son los más interesados en que el sistema funcione. Pero aunque se prevean todos los riesgos, siempre hay algunos que aparecen por sorpresa. Viene por ejemplo un tipo que se muere de hambre y que no se puede jubilar porque no ha trabajado. ¿Hay que dejarlo morir como un perro? No. Alguien tiene que ayudarlo. Hay un sinnúmero de problemas sociales que no están atendidos por ninguna institución. La solución de esos imprevistos fue lo que yo le encargué a Eva. Ella creó la Fundación de Ayuda Social: ayuda, no previsión. Así se organizaron los hogares de ancianos, para los que no podían vivir de una jubilación; los hogares de tránsito, para las familias sin trabajo: allí se instalaba a todos los miembros de la familia mientras se le buscaba trabajo al padre.

La Fundación creó también dieciséis grandes policlínicas, al advertirse que la previsión del Estado era insuficiente y que mucha gente se moría sin asistencia médica. Estos gastos se cubrían con un cincuenta por ciento de lo que daba el hipódromo y un cincuenta por ciento de Lotería y Casinos. Convertíamos el juego en una obra social: lo que yo llamaba el impuesto a los tontos. Eva se encargó de llevar adelante esa tarea, y lo hizo muy bien. Pudo capitalizar todo el bien que tenía entre sus manos.

Si Eva hubiera estado viva el 16 de junio de 1955, quizá hubiera exigido el fusilamiento de los rebeldes. Ella era así, peronista fanática, sectaria. No quería transar con nada que no fuera peronista. Pero había que medir con cuidado esas decisiones: en la tarea política, el sectarismo es negativo porque resta simpatías.

El que construye en política es como el albañil. No se pone a pensar de qué está hecho el ladrillo: construye, simplemente. Todo conductor tiene que sumar, empujar hacia adelante lo bueno y lo malo, porque si se conduce sólo lo que es bueno, uno corre el peligro de quedarse con tres o cuatro personas. Y con tres o cuatro no se hace demasiado. Sin embargo, es preciso que en todo sistema haya quienes sepan dónde está el mal, y luchen contra él. Eva, que era sensible, lo sabía. Con una mujer sensible es posible llegar a cualquier parte. Una mujer fría, en cambio, no sirve para nada, ni para los menesteres. Eva, además, aprendió mucho de lo que enseñábamos en las escuelas de Conducción Política, donde yo di cientos de conferencias. Se publicó hasta un libro con la compilación de esas conferencias. Teníamos la Escuela Superior Peronista en Buenos Aires y una filial en cada provincia. Alguien que también ha llegado lejos con el aprendizaje es mi nueva mujer, Isabelita. Un día, cuando nombraron hijo ilustre de Arévalo a mi amigo Emilio Romero, él habló de mí en su discurso y de lo que mi gobierno había hecho por España en un momento difícil. Isabelita se emocionó y se puso a llorar. Le sacaron una fotografía con expresión de llanto que tengo arriba de mi escritorio. En esa sensibilidad está la base de la acción de toda mujer.


*Escritor y periodista.