Los electores brasileños tuvieron la oportunidad de elegir entre trece candidatos y le dieron 46% de los votos a Jair Bolsonaro y 29% a Fernando Haddad. De los trece candidatos, solo Henrique Meirelles, quien obtuvo 1,2%, reivindicó al presidente Michel Temer, quien fuera vicepresidente desde enero de 2011 hasta el 31 de agosto 2016 y presidente a partir de esa fecha. Los problemas económicos de Brasil y las dificultades para implementar políticas que pudieran sacarlo de la recesión llevaron a todos los candidatos a pronunciarse contra el gobierno. Las penurias y los sacrificios impuestos para encontrar una salida al déficit fiscal radicalizaron las propuestas de los candidatos.
El PT centró su campaña en denostar al sistema político que destituyó a Dilma Rousseff y al sistema judicial que condenó y encarceló a Lula da Silva. Los dos hechos fueron adjudicados a una conspiración nacional e internacional. El PT sostiene que las acusaciones de corrupción que implican a las principales empresas tuvieron el propósito de sacarle los beneficios y sumergir al pueblo otra vez en la pobreza. El discurso de Jair Bolsonaro, si bien teñido de un lenguaje violento obviando las sofisticaciones, descargó la responsabilidad en los partidos políticos tradicionales, donde todos eran sospechosos de haber sido en un momento u otro parte del esquema de corrupción. La angustia fue el común denominador en estas elecciones.
Este planteo contra el sistema rememora a Silvio Berlusconi y Donald Trump. El primero no tuvo dudas y denostó a los partidos tradicionales. El ahora presidente Trump se presentó a las elecciones como un outsider y convocó a limpiar los pantanos y terminar con la podredumbre en Washington. La izquierda del Partido Demócrata representada por Bernie Sanders utilizó sus mismos argumentos para atacar a Hillary Clinton, quien tuvo poco margen para diferenciarse porque fue parte del gobierno de Obama. Concluido el proceso electoral, tanto Berlusconi como Trump confirmaron en la práctica su pertenencia al sistema.
En Brasil está claro que la situación económica empeoró desde el segundo mandato de Dilma Rousseff y las reformas implementadas por Temer han tenido un costo alto acompañado por un aumento de la tasa de desocupación.
Bolsonaro no solo promete un futuro mejor sino que recurre al nacionalismo de los brasileños para insuflar esperanza. Haddad reivindica un pasado, pero Lula está en prisión y Dilma solo obtuvo 15% en la elección para senador de Minas Gerais.
El electorado respaldó a Jair Bolsonaro porque representa una ruptura con un sistema fallido y corrupto que no supo responder a las demandas de la población. El lenguaje nocivo para descalificar a sus oponentes, sus posiciones sobre las minorías y la reivindicación del régimen militar augura tiempos difíciles para la vigencia de los derechos humanos. El 46% del electorado ha sido indiferente o ignora los riesgos del desprecio por cuestiones básicas de la democracia. El voto a Bolsonaro atravesó todos los estados y clases sociales; el PT solo ganó en los estados postergados del Nordeste.
La democracia y los derechos humanos no constituyen valores aceptados por todos. Esta falencia no puede adjudicarse a la ignorancia o eslóganes repetidos sobre la traición de la clase media. En el 46% de Bolsonaro hay más que clase media: están los decepcionados de la política y de la falta de compromiso de los partidos para valorizar y respetar las instituciones, diseñar políticas para combatir la violencia y la corrupción. El riesgo es que Bolsonaro no solo llegue a la presidencia en la segunda vuelta sino que sus políticas convenzan a la población de la validez del nacionalismo y la represión.
La Argentina no está exenta del mismo peligro. El desprestigio de las instituciones, el cuestionamiento a la democracia, los llamados a las revueltas, la obstrucción y la falta de consenso para encontrar soluciones son componentes que van minando la esperanza y creando las condiciones para un Bolsonaro nacional.
*Embajador.