Cruza todas las tendencias y se hamaca entre los extremos aparentemente irreconciliables. Hay que admitir que es una debilidad nacional, que ya se ha tornado desbordante. Hay una realidad empíricamente demostrable: si en todas partes se cuecen habas y la saturación de ridiculeces y bochornos cunde en todo el mundo, producto de una sociedad atosigada de espectáculo, hay que admitir que en la Argentina sobresalimos en esta materia.
La televisión encabeza el pelotón, con su deleite insaciable por lo subalterno y esa búsqueda incansable por el más bajo de los denominadores comunes. Pero no es sólo un tema de la TV. Por todas partes y en los ámbitos más diversos, hay una llamativa fascinación por la ignorancia y el mal gusto, superlativa.
Es la sociedad toda la que, ahora mismo, rinde tributo de pleitesía al maquillaje espeso y a los tonos fuertes e hirientes. Enamorados de su sobreactuado relativismo moral, quienes prevalecen en la escena cotidiana de la Argentina parecen atados a un eje dominante, el de la procacidad. Su consecuencia inexorable es que la hegemonía en los medios masivos está en manos de los personajes más vacuos, menos respetables, y más extravagantes.
La preferencia de los mecanismos del poder por las expresiones menos valiosas, va de la mano de una teórica exaltación de lo popular. Ante ese imán argumental no se rebelan los liderazgos políticos actuales. Así, el organizador de la velada de reapertura del Teatro Colón despachó esa noche al mundo de la cultura a las distantes, incómodas y altas tertulias del resurrecto coliseo, pero reservó plateas y palcos para las “diosas” y la gente de prensa, en una clara y rotunda manifestación de preferencias por la notoriedad y el ruido mediático del jefe de Gobierno de la Ciudad. Para el mundo de Macri, parece que importaba mostrar en la noche triunfal de ése 24 de mayo el proverbial desfile de nuestra cosmogonía farandulesca, modelos, mannequins, relacionistas, divas, modistos, famosos y bellas mujeres muy producidas que nunca se entiende qué hacen ni por qué están.
El oficialismo nacional exhibe igual debilidad y tóxica atracción por las inexplicables celebridades que pueblan las páginas de vidriera de las revistas, incluso de aquellas que se ufanan de ser medios periodísticos serios y legítimamente informativos.
Vivimos una época dominada por la evanescente popularidad del ruido y de los impactos rápidos y volátiles. En los medios de registro más inmediato (radio, TV, Internet), esta desconsoladora hegemonía de la chatarra se encarna en un lenguaje prostibulario, muy pobre y casi siempre procaz. La sospecha que suscita en esta galaxia todo atisbo de complejidad los impulsa a una agresiva e hiriente descalificación a quienes se manejan con lenguaje y preocupaciones más significativas, como si una civilidad semántica interesante revelara la tartamudeante pobreza que exhibe el habla promedio de quienes protagonizan el escenario nacional.
La vida sexual es motivo de alusiones infinitas y circulares. Las preferencias y las debilidades son mentadas con una llaneza que sería ofensiva, si no fuese tan primitiva y elemental. Más que erotismo o desprejuicio, la victoria es de la pornografía adolescente que domina el mundo de los medios.
Sin embargo, y afortunadamente, en la Argentina hay zonas importantes de gratificación y neta predominancia de lo mejor, lo perenne, lo verdaderamente elevado. Leo tres suplementos culturales en los diarios del fin de semana y, aun cuando en ellos hay incursiones en modas y berretines de medianías evidentes, desprovistas de creatividad y rigor, me regocija que haya mucho y muy buen material. Está confinado –claro– a las casamatas de las minorías ilustradas, mientras que el mainstream de todos los medios no afloja su perversa opción por el desmadre chabacano, al que presentan como exhibición de libertad moral.
En la Capital Federal, al menos, se puede escuchar emisoras de rica programación musical, como Nacional Clásica y Amadeus, y la TV por cable ofrece espacios de contundente capacidad de deleite, como las señales Film&Arts y BBC World, tesoros inagotables de maravillas agraviantemente eliminadas del abono básico por Cablevisión. En la oferta de cabotaje, la señal oficial Encuentro dispone de algunas buenas propuestas, lamentablemente opacadas a menudo por envíos de un penoso tinte ideológico setentista. O sea, hay para leer, para escuchar y para ver, claro que sí, pero como si fueran expresiones puntuales, acotadas, minoritarias. En lo esencial, los jefes políticos y los programadores no ocultan su notoria predilección por la grasa refrita que destilan sus contenidos predilectos, empaquetados como hamburguesas suculentas.
Ahí es donde veo los indicios del desbarranque, la clara opción prevaleciente por lo que menos conflictúe, lo que sea más simple, las opciones más ordinarias y “seguras”.
En los mecanismos dominantes del discurso político y cultural, la Argentina se mueve entre una atracción oportunista por ciertas novedades modernas a las que considera sexy, con una recaída en los populismos estéticos más deleznables, un salpicón de superficialidades en el que se entremezclan Ricardo Fort, Gianni Vattimo y la novia de Amado Boudou.
Lo bueno es que en este país tenemos espacios, personalidades y momentos en los que la delicia abunda, se manifiesta posible y, además, genera felicidad. Conviven, eso sí, con cataratas de horripilancia cotidiana, esa abyecta incontinencia replicada de modo casi idéntico en “palos” ideológicos teóricamente diversos, que retozan en el mismo lodo de la Argentina “transgresora”.
No es excluyente de la alegría y el esparcimiento la opción por dietas más ricas, variadas y nutritivas. También, en este terreno, hay un problema de decisión política y programa de vida. Es ya bastante marcar el hecho y subrayar la tendencia regresiva y decadente aquí reseñada. La vulgaridad, que caracteriza a los tomadores de decisiones en la Argentina, es el espejo que refleja una sociedad ligera y liviana. Y viceversa.
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