COLUMNISTAS

"Farewell"

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“Farewell”: adiós en inglés cortés; Farewell, el título del poema de Neruda. Como en ese poema, rara vez una despedida es benigna. Son precisamente estos ornamentos con los que tratamos de embellecerla (“nos vemos”, “nos llamamos”, “las puertas están abiertas”) los que revelan su costado infausto y los que la perfuman con ese olor a flores muertas que la persigue. Después de cuatro años de haber empezado, dejo de escribir el Panorama Internacional en PERFIL, pero seguiré colaborando con otras notas de opinión.

Ser precandidato a gobernador y beneficiarme al mismo tiempo del predicamento de estar a cargo del Panorama Internacional de la edición dominical del diario no es ético. Así me lo pareció y a PERFIL también.
Empecé a escribir con la explícita esperanza de llegar a cubrir alguna guerra: Gaziel (seudónimo del catalán Agustí Calvet), Vasily Grossman, Ryszard Kapuscinski y nuestro Gustavo Sierra eran los autores de algunos de esos fotogramas textuales que yo tenía en la memoria, en los que el drama de las conciencias y los cuerpos se condensan y gotean partículas sangrantes de la condición humana. Bolsillos cortos, distancias largas y –como me dijo alguna vez Edi Zunino– la tecnología harían que me ciñese al análisis desde el tablero y no desde el Campo de Marte.

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“La Web –me enseñó Edi– hace periodista durante una guerra a cualquiera… y en las redacciones se sabe más de lo que saben los cronistas destacados en el territorio.” Me hubiera gustado haber escrito algo de la talla de Robert Fisk o Arturo Pérez-Reverte, pero Edi tuvo razón: las fotos de los soldados de Estados Unidos en Irak o las torturas en las cárceles de Bagdad se conocieron por espontáneos que empuñaban un teléfono celular.
Mi petición para hacerme cargo del Panorama Internacional consistió en no escribir acerca de la política internacional llevada a cabo por el Gobierno argentino. Había variadas razones para ello: desde el punto de vista profesional, un ex canciller debe tener extremado cuidado con lo que dice respecto de las posiciones externas de su país. Desde el personal, siempre he observado con una mezcla de aflicción y de vergüenza ajena a los variados especímenes que, una vez que dejan el poder, tratan de buscar su lugar bajo otro sol a expensas de hablar mal del previo. Desde el político, nunca me moví del espacio kirchnerista al que ingresé el 8 de mayo de 2002.

Lo hablé extensamente con Claudio Gurmindo, quien fue el diablo guardián de aquel compromiso desde el primero hasta el último día. Prefiero “diablo” a “ángel”: es un substantivo que está más de acuerdo con su inteligencia sulfúrica, sus cejas mefistofélicas y la perdición que hay en su sonrisa de quien lo ha visto todo y nada condena porque en alguna medida se le asemeja.
Cumplí con la premisa y nada, nunca, nadie se interpuso entre ella y yo. Es verdad que debajo de cada palabra (¡faltaría más!) siempre resonó –como el bajo continuo de las composiciones barrocas– la pasión que me provoca ser argentino y el vínculo que me une con el gobierno en su momento encabezado por Néstor Kirchner y hoy presidido por Cristina Fernández. También es verdad que muchas, demasiadas veces, me enojé con el diario en el que escribía.

Un día le dije a quien entonces era mi editor, el heroico Néstor Benchaya –talentoso y paciente en proporciones homéricas y quiméricas–, no recuerdo ya a propósito de qué cólera buey que me embargaba: “¡Qué linda nota que publicaron, eh! Ustedes sí que cumplen con el principio darwiniano de la supervivencia de lo más vulgar”, frase que había oído en algún lado. Benchaya me escuchó con su mitad paciente. Luego, habló su otra mitad talentosa: “Miralo así: la mayoría de las personas viven sus vidas sumidas en una silenciosa desesperación. Vos tenés la suerte de hacerlo en una vociferante exasperación, y encima que yo te escuche y que muchos te lean”. Siempre con el modelo del bajo continuo barroco, toda una lección de periodismo puro, para quien sepa escuchar.

Para un analista de política internacional que no tenía más plan de vuelo que el que se le antojara a su formación, me tocaron tiempos interesantes, en el sentido que le dan los chinos a la frase: una maldición para muchos que pensaron que sus bendiciones iban a ser eternas. La superioridad de los ricos arcaicos y su adoración por el número súbito descubrió con espanto que, a pesar de todo, la obtención de lo definitivo no era compatible con mercados crecientemente imperfectos en la medida en la que no eran controlados por el Estado. La “utopía igualitaria”, al fin y al cabo, no tenía por qué ser irremediablemente utópica y forzosamente desigual. Rodrigo Lloret –mi actual editor, con quien estamos escribiendo un libro de política internacional– lo resumió magistralmente, a la manera de Alain Badiou: “Van a pelear, pero por lo menos se les terminó la intensidad erótica del acecho anónimo”.

No hay despedidas buenas, y mucho menos cuando uno de los dos no es suficientemente inteligente –parafraseando el tango Por la vuelta, de Enrique Cadícamo y José Tinelli, y refiriéndome a mí. Tal vez no vuelvan las golondrinas, con seguridad ya no correré desde los Tribunales para sumergirme con curiosidad omnívora sobre la espuma y los días del mundo. No sé bien lo que me espera pero sí lo que dejo y lo que me queda.
Dejo una disciplina que me hacía bien y la ansiedad dominical de que pudiera interesar a los lectores. Me queda la gratitud hacia los que me permitieron materializarlo en papel y tinta.