Viaja a través de Brasil sin haber investigado el estado de las rutas. La BR 101 no sólo está en pésimas condiciones sino que, además, tiene velocidades máximas completamente caprichosas, fijadas según la cantidad de personas que se arriesgan a cruzarla (porque hay un pueblo, la entrada de una playa o porque sí). Cuarenta, cincuenta kilómetros de velocidad máxima (incluso, en algunos casos, carteles de treinta kilómetros por hora), con cámaras que a lo mejor no funcionan pero que alcanzan para que los automóviles conviertan la ruta en una pasarela. 89 muertos en 2015 alcanzarían para pensar que esa solución es ilusoria y que convendría instalar cruces peatonales sobre el nivel de la ruta, sobre todo en las zonas urbanas.
Piensa que para que una sociedad devenga fascista hace falta no solamente un aparato burocrático dispuesto a movilizar totalmente las potencias de lo viviente en función de una ley heredada de los dioses (de la selva o del desierto, tanto da) sino también una ciudadanía dispuesta a acatar sin discutir los caprichos irracionales del Estado.
Al volver rumbo al aeropuerto, después de haber sorteado parte de la BR 101 gracias al consejo de alguien que se educó en Argentina, lo asalta el miedo. La policía, armada hasta los dientes y con los dedos inquietos por comenzar a gatillar, detiene su auto en el cruce de dos autopistas. Le preguntan si lleva droga, “maconha”, y como dice que no, revisan enteramente el auto y todo el equipaje, expuesto sobre el asfalto caliente.
Un policía embotado por las órdenes recibidas huele su ropa sucia, su neceser con productos de baño, los blisters de pastillas medicinales.
Al terminar el humillante escrutinio, que todas las partes involucradas saben completamente inútil salvo como acto de intimidación, entiende mejor el fascismo: sin personas dispuestas a cumplir a rajatabla las ordenanzas de la ley (como víctimas o como victimarios), éste no sería posible.