COLUMNISTAS
HURACAN-SAN LORENZO

Fenómeno porteño

El folclore futbolero bien entendido –barras, protagonistas provocadores y periodistas partidarios abstenerse– llega tan lejos como para distribuir los partidos clásicos en categorías. Pasa en España, donde Barcelona y Espanyol juegan el clásico de barrio, pero España se detiene cuando el Barça se cruza con el Real Madrid. Pasa en Inglaterra, donde el United y el City dividen Manchester, pero los de rojo apuntan los cañones a los duelos con Liverpool, Arsenal y, más recientemente, Chelsea.

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El folclore futbolero bien entendido –barras, protagonistas provocadores y periodistas partidarios abstenerse– llega tan lejos como para distribuir los partidos clásicos en categorías. Pasa en España, donde Barcelona y Espanyol juegan el clásico de barrio, pero España se detiene cuando el Barça se cruza con el Real Madrid. Pasa en Inglaterra, donde el United y el City dividen Manchester, pero los de rojo apuntan los cañones a los duelos con Liverpool, Arsenal y, más recientemente, Chelsea.
En la Argentina, el esquema es diferente, pero no estamos exentos de la categorización. River-Boca es, qué duda cabe, el duelo por excelencia. Pero me animaría a decir que hace muchísimo tiempo que dejó de ser el clásico barrial para ser el gran partido de fútbol que se juega y se sufre en todo el país. Por otro carril circulan los maravillosos duelos que parten al medio ciudades: Estudiantes-Gimnasia, Rosario Central-Newell’s (para mi gusto, los clásicos más ricos e intensos de nuestro fútbol), Colón-Unión, Talleres-Belgrano, San Martín-Atlético y así podríamos seguir por decenas. Existen, tristemente, los partidos que se convierten en clásicos porque las respectivas bandas de vendedores de violencia tienen  cuentas pendientes. Son una especie relativamente nueva, cuya mayor virtud termina siendo la de poner los nombres de los equipos encima del escritorio de los que se encargan de la inseguridad en las canchas y así ponen constantemente en duda la fecha, el horario y la geografia del partido. Finalmente, aparece el clásico de barrio, ¿un fenómeno eminentemente porteño? Probablemente así sea y constituya una de las pocas cosas positivas de la asfixiante superpoblación que el fútbol de esta ciudad vuelca sobre un fútbol falsamente federal.
Francamente, no creo que haga falta profundizar demasiado en el fenómeno que provoca un Huracán-San Lorenzo, la nave insignia de la flota que integran partidos como Atlanta-Chacarita, Lanús-Banfield o Defensores-Excursionistas, todos ajustables a su exacta dimensión de trascendencia y a la no siempre viable posibilidad de concreción. Es más, un fuerte matiz que adquirió en los últimos años el ritual de la gastada al hincha del rival más temido y a la vez más deseado, es el de recordarle a ese hincha cuánto hace que no pueden enfrentarse porque uno está en una división superior a la del otro. Sin embargo, en el fondo, se necesitan.
Yo estoy convencido de que, en el fútbol nuestro de cada día, ganar un clásico importa mucho más por evitar el gaste del otro que por disfrutar del éxito en sí. El concepto se apoya en la conducta de muchos protagonistas que se aferran demasiado a la tercera posición e incorporan al empate en el clásico como una triste variante del triunfo: perder un partido de esos puede costarle la cabeza a un técnico y a más de un jugador; ganarlo no te da gloria eterna y empatarlo te garantiza una semana tranquila.
También estoy convencido de que la mayoría de los hinchas prefiere jugar contra el clásico rival antes de pasarse la vida extrañándolos porque andan de viaje por los subsuelos de las divisiones de la AFA.
Dentro de este contexto, el fútbol argentino volverá a disfrutar de un Huracán-San Lorenzo, quizás el más emblemático clásico de barrio del planeta. Es decir, no sé si en el mundo hay un partido que enfrente a dos hinchadas con demasiada gente viviendo entreverada en las mismas calles y en los mismos bares que inevitablemente ven modificada y reducida su fauna el lunes, si el domingo hubo un ganador.
Con muchos más títulos que el Globo y los ojos puestos en la gran ilusión copera, es muy probable que muchos hinchas del Ciclón crean improcedente este concepto y pretendan restarle importancia a lo que sucederá esta tarde. Los entiendo, pero estoy convencido de que, a la hora de salir de casa, en ese momento que sella tu condición de hincha de fútbol de por vida, ése en el cual uno camina a paso forzado las dos últimas cuadras que te despositan en el templo por el solo impulso de escuchar a las hinchadas cantando, el corazón del hincha de San Lorenzo latirá con una intensidad diferente a la de otras ocasiones. Porque nunca hay que olvidar que lo bueno o lo malo que te toque vivir en esa cancha no se diluye la semana que viene: dura hasta la misma ocasión del próximo torneo.
Como dije, San Lorenzo necesita de Huracán tanto como Huracán de San Lorenzo. Es una ecuación extraña en la que el odio deportivo se acerca demasiado al amor. Ojalá en la cancha, en la ejecución de los jugadores, en el mensaje que bajen Ubeda y el Pelado nos regalen el clásico que la gloria de las dos camisetas  merecen. Y que en las tribunas demostremos que somos muchos más los hinchas genuinos –hasta venenosos, se entiende– que aquellos que un clásico necesita sangre, sudor y muerte