De tanto admirar a Jimmy Hoffa –basta ver,en su despacho, el testimonio de gorras y otros souvenirs del poderoso gremio camionero de USA–, Hugo Moyano hasta copió sus excesos. Revivió la paradoja de apoyar a un gobierno y, luego, ser objetado por ese mismo gobierno, como le sucedió al sindicalista de-saparecido y nunca reclamado por las organizaciones de derechos humanos, presuntamente emparedado en el hormigón armado de un edificio, quien solventó parte de la campaña presidencial de John Kennedy y, más tarde, ya en el gobierno, su hermano Robert se prodigó para perseguirlo. “Me preguntan de dónde saco la plata –confiaba en su rabia antes de que lo arrojaran a una mezcladora de cemento–, ¿por qué no me hacían esa pregunta cuando me pedían la plata para la campaña de Jack? (cariñoso pseudónimo que se le endosaba al ex mandatario también asesinado)”.
Otros tiempos, claro. Y aunque uno se niegue a comparar, ayer igual Moyano cometió exageraciones semejantes a las de Hoffa, al parar primero y levantar después, un paro general para el lunes próximo. Como aquel otro que, del poder, abusaba cuando se le ocurría. Moyano amenazó, simplemente, porque lo investigaban. O porque con alguna lógica –paranoica o no– sospechó que pretenden derribarlo desde el Gobierno. Como Hoffa con el implacable Robert Kennedy. Fue el esforzado Julio De Vido, otra vez, quien logró calmarlo, disuadirlo de que el Gobierno nada sabía de la pesquisa judicial en su contra, proveniente de Suiza, donde se abrió una cuenta jugosa por empresarios vinculados a Covelia, la compañía con la cual el sindicalista dice no tener ninguna relación y que, por ejemplo, reparte leche y comida en Buenos Aires al mismo tiempo que luego la recoge como basura. Casi el ciclo completo.
Como Hoffa, Moyano convirtió su gremio en un imperio, multiplicó sus emprendimientos personales al igual que le imputaban al jefe de los “teamsters”, siempre obtuvo aumentos salariales para lograr ciegas adhesiones –como aconsejaba la regla de su antecesor, Ricardo Pérez– y unió su destino triunfal y polémico al kirchnerismo intercambiando apoyos, cargos, facilidades y prebendas. Hasta que, como advertían muchos de sus colaboradores, lo traicionaron desde ese sector, le quitaron la amistad por conveniencia y hasta lo desollarán en público –si es necesario– para obtener la bendición electoral de una renuente clase media. Aunque él les echa cargos a Clarín, a Duhalde y a la Ocaña, la versión más creíble de su inquietud por el exhorto suizo se apoyó en los siguiente datos previos:
- Sospechan de la denuncia anónima con datos periodísticos, la consideran típica de causas armadas por organismos de inteligencia.
- Más raro, para ellos, fue el sorteo del juez federal, otra vez en suerte Norberto Oyarbide, quien parece disponer de un imán para todas las causas sensibles del Gobierno, capaz de ganar todas las semanas el gordo de la lotería por participar de un bolillero de computadora que imaginan armado por Julio Grondona (recordar sus habilidades confesas para elegir árbitros).
- Como todos los exhortos del exterior, primero pasan por la Cancillería, y este ministerio decide –según los fundamentos– si los hace progresar o no (además se acompañan con una traducción duplicada que realiza el organismo). Estimaban que Héctor Timerman no se aplicó debidamente a la tarea para restarle entidad al pedido suizo, lo que De Vido esforzadamente intentó enmendar. Veían una manifiesta voluntad en contra del jefe gremial. De ahí que uno de sus entornistas principales, Julio Piumato (judiciales), se preguntara: “¿Dónde están los amigos?”. Más que nadie, él sabe de lo que puede la Cancillería en esos menesteres. A su vez, brotado, el cercano Omar Viviani (taxista) reclamaba: “El diablo tiene varias caras”.
Silencio oficial ante el escándalo del paro durante 24 horas, hasta que Cristina avisó, dolorida, que es la presidenta más atacada de la Historia. Se declaraba inocente de cualquier maniobra, al menos es lo que explicó De Vido. Pero ninguna de las partes ignora, menos antes de que explotara el caso, la creciente hostilidad que atravesaba parte de la CGT con el Gobierno. A partir, claro, del acto en la cancha de Huracán –al cual Moyano no asistió para evitar que lo abuchearan– organizado por La Cámpora, aunque uno de los hijos del sindicalista aseguró que a la mayoría de los asistentes los llevaron ellos, no los hijos de la mandataria (para entonces, en la misma semana, ya se había hecho público un viejo pedido de Hebe de Bonafini a Néstor Kirchner: queremos ver lejos del Gobierno a Moyano). De ahí que algún arrebatado sostuviera en camioneros: “Nos vienen a buscar a nosotros, y antes de las elecciones”. Algunos no querían escuchar, aunque primó otro criterio: organizar un acto masivo, en Plaza de Mayo, para que Cristina supiera quiénes somos, cuántos somos y lo que podemos.
En eso estaban cuando llegó el exhorto suizo. Ardió la indignación, como en el búnker de Hoffa cuando lo investigaban por sus conexiones con la mafia, se convencieron de que había un operativo en su contra. Salieron a gritar, parar y jurar que irían a las redacciones para contener las informaciones al respecto. Faltaba que le echaran la culpa a la CIA o al FBI, como cuando apareció la valija de Antonini Wilson. Olvidaron que a un empresario dilecto del kirchernismo le pasó, hace poco, lo mismo con el gobierno suizo; optó por la discreción y, por supuesto, la Justicia argentina le zanjó cualquier dificultad. Casi nadie se enteró. El sindicalismo prefirió el ruido, ocultar una investigación –si es cierta– a través de una huida hacia adelante, invocando enemigos que no son tales, ocultando a medias a los que evidentemente están enfrentados. Imaginando, como Hoffa, que pueden más de lo que son. Dura batalla que recién comienza, aunque late desde hace muchos años, entre un sector del peronismo y otros que se han servido del peronismo.