Expulsado de varias escuelas secundarias, no tengo demasiada cultura de viaje de egresados. Hasta ahora. ¡Esta semana estaremos todos en la Feria de Frankfurt! Con la Argentina como invitada de honor, vamos todos, o mejor dicho, muchos (editores, agentes, periodistas, sociólogos, becarios, funcionarios nacionales y municipales y, ya que está, también escritores) en peregrinación a la gran misa del mercado editorial mundial: ¡Oh, mano invisible, roza con tus dedos a esta pobre literatura argentina y llénala de millones! ¡Oh majestad del mundo literario, haz que mi breve novelita traducida al alemán alcance una segunda edición y que no me retengan el 30% del anticipo por no obtener de la AFIP el certificado de residencia fiscal al no estar al día con los impuestos!
Y si nada de eso se cumple, no importa, la primera vez que vea pasar un tren, voy a pedir otros deseos y listo (pero en las ciudades del primer mundo no hay barreras urbanas –los trenes salen de la cuidad soterrados– y nunca vemos pasar un tren). Escribo estas líneas antes de llegar a Frankfurt, la Feria abre el miércoles, y me es imposible opinar todavía acerca del stand argentino y las actividades que se desarrollan en él (y en otros lugares, como el Clients Center). Y supongo que no creo que escriba nunca sobre el tema: se dirá tanto sobre esas cuestiones, que mi megalomanía me impide ser otra raya más del tigre (o tal vez, sí escriba: el oficio del columnista es así, variable).
Pero antes, bastante antes, Frankfurt fue para muchos –entre ellos yo– el nombre de otra cosa: no una feria dedicada a la cesión derechos, ni un lugar de autocelebración de la industria editorial, ni mucho menos la clave para una campaña de marketing nacional que cambia de país año a año, sino una palabra cifrada, un término de la mejor teoría.
Para muchos, Frankfurt en realidad eran siempre tres palabras: Escuela de Frankfurt. Frankfurt, para mí, es el recuerdo de T.W. Adorno, y del grupo que giraba alrededor suyo, que incluía obviamente a Walter Benjamin (ese “obviamente” tiene una connotación anti-institucional: Benjamin tuvo una relación más bien periférica con el Institut für Sozialforschung, pero a la inversa, central en el desarrollo de un pensamiento crítico).
Por eso estoy aquí, ahora, en este bar de la estación de Berlín, esperando la salida de mi tren, leyendo las 921 páginas de La escuela de Frankfurt, de Rolf Wiggershaus, recientemente editado por Fondo de Cultura Económica, en donde se destalla minuciosamente la historia de ese grupo de intelectuales judíos que, desde antes de la Segunda Guerra Mundial, reflexionó de un modo radical sobre los impensados entre la ilustración moderna y el fascismo, entre los medios de comunicación y el control social, entre la técnica y la alienación contemporánea. El sentido común indica que uno no debe llevar en la valija un libro que pese tanto, sobre todo si al regreso se vuelve con muchos más libros (falso: con lo único que se vuelve de la Feria de Frankfurt es con catálogos) pero si hay algo a lo que Adorno desafió es al sentido común. Para mí, Frankfurt es la ciudad en la que, el año pasado, por azar (me bajé en la estación equivocada yendo a una muy divertida cena organizada por Gaby Adamo) cerca de la estación de Musterchule, encontré en una librería de viejos una primera edición de la traducción de Benjamin y Hessel de Proust, a un precio imposible: entonces, sin que nadie se diera cuenta, la saqué del anaquel y la escondí detrás del de autoayuda, muy al fondo. ¿Estará allí todavía? Y en ese caso, siempre sin el dinero suficiente, ¿cómo podré llevármelo? Y algo más: ¿para qué quiero el libro si no leo alemán? Por puro fetichismo. Fetichismo es lo que sobra en Frankfurt. Pero no en la Feria, claro.