El lunes pasado comentábamos en una fiesta de cumpleaños las visicitudes de la transmisión de mando presidencial. No fue visto con buenos ojos que Kirchner no tuviera puesta su banda antes de pasársela a su esposa. La diferencia de talles constituía un escollo, pero bien podría él haberse quitado la suya y, luego de dejarla sobre el escritorio, tomar la especialmente confeccionada para la nueva presidente (¿o presidenta?).
Ella, Cristina, había elegido un atuendo primoroso: blanco, pletórico de complicadísimos encajes, que lucía bien para las fotos.
Su discurso la confirmó como la magnífica oradora que sabemos que es, y una vez más demostró su capacidad para hablar de corrido sin tropiezos, leyendo apenas y muy disimuladamente en la pantalla que hacía correr el texto bajo sus ojos.
Dijo las generalidades de rigor, pero lo hizo con soltura y énfasis. Yo no sé si es cierto que “en tiempos de la posmodernidad [Kirchner] fue un presidente de la modernidad, y creo que yo también”, sobre todo porque aquella categoría me parece caduca, poco seria, hueca. Repitió la frase: “Los argentinos nos merecemos un mejor relato”, que ya había dicho cuando ganó los comicios. Y lanzó una velada amenaza a los docentes, ignorantes, que hacen huelga, privando a los niños y jóvenes del derecho a la educación, que ni los más cerriles partidarios de la dama presentes en el cumpleaños que motiva estas líneas pudieron defender.
Es verdad que la educación es la clave de casi todo: la conveniencia o no de la palabra posmodernidad, la mejora de la narratología patriótica, la capacidad de hablar sin tropiezos, la aplicación del género a los sustantivos que designan profesiones. La responsabilidad por el fracaso educativo de la gestión de su marido, sin embargo, no fue culpa de los docentes, sino del tirifilo que designaron como ministro de área, que fue incapaz de toda imaginación para la crisis.
Ahora, es el turno de Tedesco, el único que podrá invocar la pesada piedra que le heredan.