“Hola. Estoy tan feliz de estar de regreso. ¡Los extrañé tanto! No volveré a dejarlos:
haremos esta película y muchas más. Esta es mi vida. No hay nada más, sólo nosotros, las cámaras y
toda esa maravillosa gente. Señores, ya estoy lista para mi primer plano.”
Gloria Swanson en El ocaso de una vida (Billy Wilder, 1950)
Nadie me va a creer, pero pensando en Riquelme, la vuelta del fútbol y la muerte del
enganche, me acordé de Gloria Swanson, aquella gloria del cine mudo que veinte años después de su
mejor momento asombró al mundo interpretando a Norma Desmond, una estrella desquiciada, cruelmente
olvidada por la industria. Un papel casi autobiográfico que, tardíamente, la consagró para los
tiempos.
La Swanson no era titular, pero eso no le impidió tener una carrera brillante. Quiero decir;
ser la amante de Josep P. Kennedy –patriarca del clan, generoso productor de muchos de sus
filmes en la década del 20–, la convirtió en una big star, como la Garbo. Pero lo suyo era el
énfasis, esa gestualidad sutilmente sobreactuada del cine mudo. La irrupción del sonido la
aniquiló. Pasó de moda de la noche a la mañana, como el pobre Román con esos dinámicos volantes de
ida y vuelta. Incomprendida por un mundo indiferente, también pensó en dejarlo todo. Por suerte, en
1950, el director Billy Wilder –como un Pedro Pompilio de Hollywood– le dio la chance
de demostrar su talento en su Sunset Bouvelard (El ocaso de una vida). Una película crítica y
descarnada que recibió 11 nominaciones para el Oscar y que aún figura, para el American Film
Institute, entre las 12 mejores de la historia. Todo muy lindo, pero el día del estreno Louis B.
Mayer –capo di tutti capi, como don Julio Grondona– lo quería matar: “¡Ese idiota
mordió la mano de quien le da de comer, lo voy a echar a patadas!”, bramó, indignado. Por
suerte para Wilder, una máquina de hacer éxitos, Mayer era más businessman que rencoroso. Todo
pasa.
Volvamos al fútbol. Sé que los turistas pagan fortunas por ver un Boca-River, o por hacer sus
visitas guiadas al tenebroso mundo de los barrabravas. Se entiende. La pasión, el colorido, la
identificación tribal y masiva de un pueblo que lo perdió casi todo se mantiene intacta. El
problema, hoy, es el contenido. Futbolistas muy verdes, muy gastados o muy malos: lo bueno está
afuera, o camino a Ezeiza. Este torneo es una mezcla poco elegante de novatos, veteranos y
mediopelos dispuestos a vivir en el fin del mundo con tal de cobrar algo, alguna vez.
Aceptémoslo: la liga argentina es cartón pintado. Carísima, pero pura escenografía. El
espectáculo lo garantiza la gente; y esa realidad le hace un guiño a la perversa lógica que anima a
los barras a exigir una parte del negocio. Las estrellas son los entrenadores. Ellos sí generan
identificación, y por eso los exhiben. Son los hechiceros que alientan el realismo mágico. Cobran
fortunas. Matan o mueren.
River tiene a Simeone, joven, atlético; perfecto con su guardarropa italiano, su táctica
moderna y su mujer modelo. Ischia, el técnico de Boca, es feo, pelado y da viejo, pero lo banca su
amigo Bianchi, el del celular de Dios. Bingo, por ahora. Ramón Díaz es hábil, ganador y, por sobre
cualquier capacidad técnica, tiene virtudes claves para la época: lo ignora todo sobre el pudor y
tiene un desprecio absoluto por los límites. Por eso pone en primera a sus hijos –que venían
de jugar en ninguna parte– y coquetea histéricamente con River, seduciendo siempre a sus ex;
una conducta que haría las delicias de cualquier psicólogo recién recibido.
En Independiente sigue Pedrito Troglio, un chico trabajador, simpático, pero invendible. Como
Gallego, deberá abusar del éxito para que las cámaras lo mimen. ¿Racing? Bueno... allí está Micó,
un profesional respetable y piadoso, que ha participado activamente en misas y reuniones de oración
buscando fuerza espiritual para sus muchachos. Pura ontología, señores. “De lo que no se
puede hablar, hay que callar”, Punto 7, Tractatus Logico Philosophicus, Ludwig Wittgenstein
(1922). Sea.
Hace un mes no pasaba nada. Pero aquí lo aburrido no existe, compatriotas, y si no recuerden
a Fernando. El libro de pases nos salvó la vida. Repasemos, punto por punto.
Riquelme firmó para Boca. El enano Moralez, para el circo de Racing. D’Alessandro,
Placente, Niembro, Patito Feo y San Lorenzo de Almagro, para Ideas del Sur. Vito Corleone colocó en
Independiente a un pariente de su paisano Paul Vitti, gracias a una oferta que no pudieron
rechazar. Verón compró una Hummer, pero la cedió rápidamente. Antonini Wilson trajo algo, para
alguien, de un club grande. Devaluada por pelear el descenso, la UCR negocia con Carrió; aunque
Cobos acercó una oferta de un poderoso grupo empresario. Lavagna pasó, definitivo, a Defensores de
Kirchner. Y Borocotó continúa con el pase en su poder.
¿Hay esperanza en este imperio aberretado? Pues sí. Recordemos la insólita conjunción de
genios en la Viena austrohúngara, un siglo atrás. Si en esa ciudad frívola y decadente surgieron
tipos como Schönberg y Mahler, Klimt y Kokoschka; el arquitecto Adolf Loos, Sigmund Freud y
Wittgenstein. ¿Por qué no aquí, y ahora? Pensemos que sí, que existen; ocultos o esperando una
oportunidad. En el arte, la ciencia, la filosofía... y en el fútbol, claro.
Gente rara, insólita, extravagante; arrojados al mundo para cambiarlo todo en el peor
escenario imaginable. Guiados por la cegadora luz del talento, tan dolorosa y
cautivante, por esa chispa de audacia.
Lo que siempre ha salvado, de una manera o de otra, a este país inexplicable y demencial.