De los amores a los odios, los caminos pueden ser distantes o acotados. Como peronista de hace rato, aprendí a soportar camuflajes y mutaciones y a tomar distancia cuando lo nuevo afectaba la dignidad personal. Enfrenté a López Rega en los 70, a Saadi y a Herminio en los 80 y duré sólo dos años con Menem. En los Kirchner era mucho lo que merecía nuestro aplauso, en especial aquello que nos devolvía la dignidad frente a los acreedores inventados por Cavallo; un compromiso con los derechos humanos que nos instalaba como vanguardia en el enfrentamiento a una de las más flagrantes injusticias y un compromiso con los países hermanos que, en lugar de asumirse como colonia del imperio de turno, forjaban un continente solidario. Pero sobre estos importantes aciertos del Gobierno se instaló una absurda manera de manejar hombres y relaciones, una autoridad exagerada. El personalismo se impuso sobre hombres y pasados; la palabra del jefe acalló todas las voces; ministros y parlamentarios debieron aprender a militar sin opinar y a participar de una absurda democracia de obedientes. Rara circunstancia que impulsó al campo opositor a inventar decenas de nuevos políticos impotentes para forjar un pensamiento alternativo y un nuevo jefe, y al Gobierno a no tener siquiera otros candidatos que los viejos políticos que habían soportado estoicamente el temporal, agachando sus torsos. Ese es el origen del disfraz “testimonial”. De la lealtad no surgen liderazgos, con los que aplauden se pueden rellenar las listas, pero nunca encabezarlas.
En cuanto al progresismo, hay una constante: la vieja bronca contra el peronismo y su pueblo. No es hoy el peronismo el que incorpora aliados, como en los setenta; hay un intento de que los progresistas conduzcan al peronismo, como lo intentaron las derechas de entonces. No hay comprensión ni reivindicación del movimiento nacional, como lo desarrollaran las cátedras nacionales y tantos intelectuales en los setenta. Lo que hay es un oportunismo en el cual quienes nunca nos aceptaron silencian sus convicciones con el único objetivo de utilizar nuestros votos.
El moderno peronismo capitalino nos presenta un candidato que pregona “no tener prontuario” porque piensan que nuestro pasado de militantes es menos puro que sus historiales de banqueros. Nunca he sido macartista, con Néstor Vicente fuimos capaces de presentar los libros de Fernando Nadra en plena dictadura, pero si yo me hago cargo de mi López Rega, que ellos se carguen al hombro a su nefasto Codovilla.
En los 70 no se equivocó Perón, sino los imberbes que pedían lo imposible sin pensar que la consecuencia estaba lejos de ser la revolución. Aprendieron del peronismo a blandir el poder, a veces por necesidad y otras, por inmadurez, pero la gesta del pueblo y su líder implican una alianza de clases y una mirada del futuro que no se asemeja en nada al rejuntado de viejos revolucionarios con refinados cultivadores del progreso.
En nuestro país las escuelas políticas obsesionadas con la obediencia fueron el Partido Comunista y las organizaciones guerrilleras, y nada tiene de casual que sus viejos sobrevivientes sean el entorno del presente gobierno.
El pensamiento peronista, en su despliegue, abarca lo más lúcido de las clases media y trabajadora. Reducirlo a los cordones de la pobreza es buscar en los heridos del sistema el apoyo que no supimos lograr de los ciudadanos. Los rasgos de cierto gorilismo son fruto de nuevos elitistas que se molestan con los pobres y de viejos izquierdistas que sueñan con obreros internacionales.
No estamos viviendo una confrontación entre lo nacional y popular, por un lado, y las derechas e izquierdas sin patria, por otro. Estamos remando con algunos aciertos concretos y demasiadas imposiciones autoritarias en una sociedad que demuestra ser más democrática y coherente que su mismo gobierno.
El peronismo de capital no es mayoritario, la derrota parece sellada. Lo peor está en que ni siquiera defenderemos con nuestros hombres nuestra historia. Y eso duele más que la misma derrota.
*Militante peronista.