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Apuntes en viaje

Fobias criminales

Prendí la luz intrigado, y al costado de la cama, en las paredes y en el piso, observé un desfile de cucarachas, miles de cucarachas que llegaban desde el baño.

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Fobias criminales | marta toledo

En cada viaje, en cada incursión en la naturaleza, la relación con los insectos pasa a ser central. Al menos eso observo en la mayoría de la gente que se traslada a otra zona, aunque sea una quinta. La fauna de invertebrados pasa a ser un elemento perturbador. Con la edad, en algunos casos las fobias se acentúan, como ramificaciones mentales de un dolor físico. En otros casos, los padecimientos físicos predominan y relativizan las fobias: arañas, grillos, hormigas y moscas dejan de importar. Conocí a alguien que había pasado la vida huyendo de las arañas y había renunciado casi al contacto de la naturaleza. Hasta que un día, tras la muerte de su pareja y una indemnización jugosa, se vio en la disyuntiva de seguir viviendo en su departamento de tres ambientes céntrico, solo, atado a una rutina gris, o construirse una casa a la medida de sus sueños en Lobos. Una vez instalado en Lobos, este conocido experimentó el “síndrome del cuando ya no importe”, un síndrome de adaptación salvaje, y me comentó que cuando vio las primeras arañas pollito en el techo de su nueva casa decidió que no les iba a dar el gusto, ya había vivido demasiadas cosas duras en la vida como para que un par de insectos arruinaran su paraíso personal, y pasó a ignorarlas.

Mi caso fue un poco así, pero en menor escala. Con el paso de los años, a partir de los 20, el rechazo hacia ciertos insectos de textura aterciopelada decreció aceleradamente. Incluso superé mi rechazo por las mariposas de luz, y el “cuando ya no importe” obró en mí de tal manera que los insectos, sobre todo los saltamontes, grillos y mariposas, pasaron a ser una obra de arte viva que hoy día, en Lobos, me detengo a observar ávidamente.

El punto de inflexión, creo, tuvo lugar en la India, hace casi veinte años, donde las plagas de insectos no están solo en la calle, sino en las habitaciones de hotel y los restaurantes. Uno de mis reparos al momento de imaginarme de viaje en la India provenía de la naturalidad con que la población aceptaba convivir con artrópodos y roedores. Después de unos días, me vi obligado a aceptar esa convivencia sagrada y estar atento. En un cuarto de hotel de la estación de tren, en Bangalore, sin embargo viví un episodio de película de terror que volvió insignificante cualquier otra fobia. Apagué la luz para dormir, extenuado, y empecé a escuchar una vibración microscópica. Parecía un sonido estelar muy suave que acariciaba las paredes. Prendí la luz intrigado, y al costado de la cama, en las paredes y en el piso, observé un desfile de cucarachas, miles de cucarachas pequeñas que llegaban desde el baño. Mi primer impulso, para acompañar los latidos descontrolados del corazón, fue matarlas a chancletazos.

Enseguida me di cuenta de que tenía por delante una tarea titánica y repugnante y que iba a arruinar las paredes del hotel. No tuve mejor idea que acudir al recepcionista de ese pequeño hotel de estación y pedirle un cambio de habitación. Cuando le narré el episodio de las cucarachas pareció indiferente. Me respondió que no había más habitaciones disponibles y que me volviera a la mía. Le dije que no podía, de ninguna manera. Lo invité a pasar al cuarto para verificar la invasión. Me acompañó y, al ver los restos de cucarachas adheridos a las paredes, empezó a gritar, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, “¡asesino, asesino!”.