Milita Molina murió el 22 de enero de este año. Nunca fue una escritora popular, solo fue extraordinaria. Hace unos días apareció un pequeño libro póstumo bajo el título La puta gente. Como ocurre con los libros de Milita, está toda su música: las palabras, las frases, los sonidos, el padre (“a mi padre nunca le gustó viajar ni cambiar, como a buen criollo”), Osvaldo Lamborghini, Kerouac, el culo, Dios, la poesía (“Nada de poesía: me cobijan los paréntesis” … “Y cada vez que un paréntesis nos cobija, mandarse lejos y olvidarse de cerrarlo para demorar la muerte”), la Pampa (“me sigo reservando la Pampa como me reservo las vanguardias”). En el libro hay héroes pero también villanos, como el deplorable Periodista Cultural (“era, además, encima, de esos lectores que se inflan de letras como de dulces”).
El pequeño libro (apenas ochenta páginas, caja chica), obra de Agustina Pérez y su editorial Ediciones Chinatown es, entre otras cosas, un homenaje. Me alegró recibirlo, pero me entristeció saber que la edición constaba de ¡cincuenta ejemplares! (todo lo que daba el presupuesto). Dije antes que Milita no era una escritora popular, pero cincuenta ejemplares suenan a demasiado poco: así no se puede militar a Milita, que tanto merece que se la milite. O tal vez no: para qué debería ser popular Milita, si su relación con los lectores es uno a uno, es decir entre dos unos precisos y no de uno a muchos, imprecisos ambos, los muchos por ser muchos, el uno por desdibujarse en el decir de muchos que no dicen de a uno.
Pensaba que, si bien es cierto que Milita Molina merecería una edición más amplia de este libro y de todos los que publicó y no publicó, lo que hay que hacer con ella es leerla y no homenajearla. Se me ocurrió esta idea estrafalaria (¿quién puede no querer que sus escritores favoritos sean leídos?) a partir de Laiseca, el Maestro; un retrato íntimo, libro reciente firmado por “Chanchín”, un grupo de cinco participantes de los talleres de Alberto Laiseca, otro escritor extraordinario. Laiseca murió el 22 de diciembre de 2016 y, aunque buena parte de sus lectores tenían algo que ver con el mundo literario, era ciertamente más popular que Milita Molina ya que el escritor, transformado en personaje, fue protagonista de un par de ciclos de televisión y de alguna película. El libro se explaya en las relaciones de Laiseca con su padre, sus parejas y sus amigos; también abunda en detalles sobre las penurias de sus últimos años que culminaron en un geriátrico.
Laiseca, el Maestro es un homenaje un tanto extraño. El retratado es un personaje colorido que fumaba y tomaba cerveza, un tipo atormentado y un cultor de la brujería, pero no hay nada en el libro, salvo algunos elogios de colegas consagrados, que haga pensar en Laiseca como un artista (la película de Cohn y Duprat que lleva ese título parece burlarse de él). A cambio, el libro le deja al lector la impresión de que conoció a Laiseca y, por lo tanto, puede olvidarlo. No digo que los Chanchín no lo quisieran, al contrario. Pero más allá de alguna cita inorgánica, no hay mucha evidencia de que hayan leído al maestro ni de que los haya influido de algún modo. Es como si el precio para difundir a un escritor fuera que su obra permanezca tan secreta como si se editaran solo cincuenta ejemplares.