Poder significa influir en las conductas de otros. Es un concepto que remite a un entorno donde un actor tiene la capacidad de orientar el resultado de la interacción estratégica de otros componentes en función de un objetivo predeterminado. Habiendo duplicado el volumen de votos obtenido por su principal (y elegida) adversaria, en un contexto de notable fragmentación de la oposición y con un fortalecimiento territorial hasta hace poco impensable, ¿tiene ahora Cambiemos un liderazgo suficientemente sólido, así como los recursos políticos y simbólicos, como para finalmente implementar una agenda de reformas acorde a los enormes problemas que acumula la Argentina?
Haber superado el umbral del 40% de un logro para nada menor para una coalición como Cambiemos.
Una convocatoria a lograr consensos básicos sobre políticas de Estado constituye una iniciativa tan innovadora como interesante: supone romper con la típica dinámica de iniciativas unilaterales por parte del Poder Ejecutivo, la forma tradicional con la que se gobernó este país, con los patéticos resultados alcanzados hasta ahora.
Es por eso fundamental, antes de evaluar el contenido de las reformas propuestas y las ventajas o desventajas del método impulsado por el presidente Macri (el singular “reformismo permanente”), indagar si en efecto Cambiemos ha logrado finalmente acumular los atributos de poder necesarios para encarar semejante desafío. ¿Se trata de un intento genuino de diálogo democrático, con un método apropiado para alcanzar los anhelados consensos o, por el contrario, el objetivo real consiste en lograr mayorías contingentes para que el Gobierno pueda navegar las complejas aguas de un Congreso donde carece de mayorías?
¿Qué es Cambiemos? Si el kirchnerismo hubiera logrado en efecto amalgamar un proyecto de poder consolidado políticamente, con encarnadura en la sociedad civil autónoma de los recursos del Estado, no se habría convertido en esta fuerza marginal, vacía de ideas y en proceso de descomposición que es hoy. Sin embargo, Cristina gobernó hasta el último minuto de su presidencia y hasta tenía un relativamente alto nivel de apoyo popular. ¿Qué explica semejante licuación de poder político? Una de las respuestas más importantes yace en el propio diseño de nuestra Constitución: establece un sistema presidencialista que le otorga enormes atributos al titular del Poder Ejecutivo, que es unipersonal. Es entonces la oficina de la Presidencia, más allá del presidente de turno, el epicentro de nuestro régimen político. Esto genera la sensación de que, en efecto, el poder está consolidado. Y en parte esto es así. Pero no se trata de construcciones políticas autónomas del control de los resortes del Estado, sino absolutamente simbióticas y dependientes de él.
El paso del tiempo es indefectible y la propia Constitución establece límites a los mandatos. Por eso, los presidentes generalmente piensan en modificar las reglas del juego para perpetuarse en el poder: saben, mejor que nadie, que su influencia depende no de lo que son o de lo que piensan sino de dónde están sentados. Si pierden esa silla se diluye su liderazgo. Esto explica la más que mediocre performance electoral de todos los ex presidentes que han competido durante las últimas décadas.
¿Ha logrado Cambiemos construir una fuerza política autónoma del ejercicio del poder político? Sin duda se trata de una marca muy asentada. Pero ¿es acaso algo más que una mera, aunque exitosa, coalición electoral? Tal vez conscientes de la enorme dificultad de establecer coaliciones estables en sistemas presidencialistas, Macri prefirió un gobierno en el que incorporó aliados pero basado enteramente en su figura, consolidado con un control estricto, minucioso, de la gestión. Razones no le faltaban: conviene recordar la fatídica experiencia de la Alianza, o la implosión de la Nueva Mayoría chilena (lo que conocíamos antes como Concertación), para comprobar que los presidencialismos de coalición están destinados al fracaso. Brasil fue, por un tiempo, una módica excepción: sabemos ahora que en realidad se trató de un acuerdo cleptocrático, basado efectivamente en mecanismos de distribución de recursos de la corrupción institucionalizada. Esta alternativa aparece por suerte vedada en la Argentina actual.
Como no ha logrado, ni tampoco intenta, construir una fuerza política independiente de la estructura del Estado, Cambiemos dependerá del resultado de la gestión y de las próximas elecciones para continuar ejerciendo el poder. Aproximadamente la mitad de la sociedad tiene buena imagen del Gobierno. Es mucho y es poco a la vez. El resultado esperado de las reformas propuestas será con suerte positivo, pero se percibirá de manera paulatina. Y los costos, sobre todo para los sectores medios (la principal base de apoyo social de Cambiemos), serán al menos en el corto plazo bastante más significativos que los beneficios.
La ausencia de una estrategia política que busque sustentabilidad en el tiempo podría ser compensada, aunque no del todo sustituida, por una propuesta comunicacional potente y emotiva: una gesta transformacional con algo de épica que cimente el esfuerzo y la paciencia que el Gobierno le pide a la sociedad. Tampoco parece esto ser parte de la actual ecuación de Cambiemos, basada en un discurso no sólo apolítico sino minimalista donde predominan valores de un romanticismo al menos cuestionable, como la austeridad, la buena gestión y la eficiencia.
No debe, con todo, descartarse la importancia de los liderazgos personales, dado el vacío de política que predomina en el entorno actual. En este sentido, al margen de Mauricio Macri, Cambiemos cuenta con una constelación de figuras mucho más instaladas y versátiles que la desmembrada oposición. Que, como ocurrió en relación con el menemismo en los 90 o el kirchnerismo más recientemente, puede tardar bastante tiempo en coordinar una propuesta competitiva que plantee la posibilidad de alternancia.
En este sentido, la principal fortaleza de Cambiemos reside menos en sus atributos que en la patética realidad de un sistema político que, como tal, sigue a la deriva. Y que nadie propone, siquiera mínimamente, modificar.