La foto es siniestra. En el centro, un empresario que, luego de administrar un club de fútbol, consideró que estaba habilitado para gobernar una ciudad. Algunas lecciones del Cardenal Newman, parece, se le escaparon: inglés; etiqueta, aunque está sentado no se ha desabrochado el saco, lo que tal vez explique que sus hombros se vean mucho menos anchos que sus caderas (la sabiduría popular relacionó ambas dimensiones, para referirse a quienes llegan a un lugar no por sus méritos intelectuales sino por buena suerte). A diferencia de sus compañeros de foto, mira hacia la izquierda con la típica sonrisa socarrona que le ha valido el mote de “zorrito de peletería” entre las personas de Barrio Norte.
A su derecha, un estanciero de la provincia de Buenos Aires tiene el rostro descompuesto, como si estuviera gritándole a la china que le caliente el mate. Una ceja más levantada que la otra, su mirada se dirige hacia la derecha.
El más cómodo parece el que se hizo de una fortuna personal arrebatándole a su hermano los negocios familiares heredados de los abuelos checos. Eso no pudo aprenderlo en el Newman (no terminó la secundaria). Mira a cámara y sonríe, ignorante de que su exótico color de pelo tal vez constituya un escollo político para los prejuiciosos votantes.
Como fondo, el logo de un hotel de cinco estrellas de la Ciudad de Buenos Aires arruina el efecto de la tapicería y los alfombrados, y dice que para ellos esa publicidad no es ofensiva.
Acaban de sellar una alianza sin ninguna virtud, con la sola idea de que en un país como el nuestro, donde la política es una carnestolenda, de la que los nobles y los justos por convicción se abstienen, cualquier aventurero (ellos son tres) puede alzarse con una elección legislativa.