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Francisco y la santa cruzada anticomunista

Papa Temes
Bergoglio criticó al capitalismo y se diferenció de sus antecesores en el Vaticano. | Pablo Temes

Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Carlos Marx y Federico Engels utilizaron las primeras líneas de su célebre Manifiesto del Partido Comunista para señalar a sus principales enemigos, liderados por el jefe de la Iglesia católica.

Tuvieron que pasar 173 años para que suceda algo impensado: un nuevo Papa amenaza cambiar las reglas. Desde que el 13 de marzo de 2013, el argentino Jorge Bergoglio se convirtió en el 266° jefe de Estado del Vaticano, el capitalismo dejó de ser palabra santa en la Santa Sede. Al menos, en el relato.

Algo de eso quedó demostrado la semana pasada cuando Francisco utilizó la invitación para inaugurar la centésimo novena Conferencia Internacional del Trabajo y envió un video con un mensaje dirigido al director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Guy Ryder.

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Francisco aprovechó el escenario para exhortar por una “reforma a fondo de la economía”, ya que la pandemia ofrece un “momento crucial de la historia social”, en el que se necesita “protección para los trabajadores, sobre todo, para los más vulnerables”.

El jesuita Bergoglio sedujo al selecto auditorio, conformado por líderes sindicales y representantes de organizaciones de trabajadores, cuando metió el dedo en la llaga del capitalismo: “La propiedad privada es un derecho secundario, que depende del derecho primario, que es la destinación universal de los bienes”.

Desde entonces, la preocupación por el “guevarismo” de Francisco despertó críticas en amplios sectores de la opinión pública argentina: desde dirigentes de cámaras empresariales a nietas de conductoras de televisión, desde excandidatos presidenciales libertarios a diputados tuiteros de la oposición.

Con Bergoglio en el Vaticano, el anticapitalismo dejó de ser una herejía.

Tuvieron mucha más repercusión en la prensa, hay que decirlo, las palabras de Bergoglio en torno al capitalismo, que su silencio sobre las denuncias de abuso sexual en la Iglesia católica. Sucede que esta semana se cumplió el plazo para que el Vaticano diera cuenta del pedido de informes que elevó la ONU en febrero pasado, donde se detallaron cientos de acusaciones de pedofilia contra representantes católicos de todo el mundo, entre las que se destaca el escándalo producido en el Instituto Próvolo de Mendoza. No hubo respuestas desde la Iglesia a las Naciones Unidos.

Pero el “terror rojo” que encarnó el Papa generó más inquietud en la Argentina. La amenaza a una supuesta expropiación divina fue desmedida y la confusión hizo olvidar que las críticas al capitalismo ya habían sido anticipadas por Bergoglio en varias oportunidades.

En el Lautato Sí, el Papa lo había adelantado: “El principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso, es una ‘regla de oro’ del comportamiento social y el ‘primer principio de todo el ordenamiento ético-social’”.

La encíclica de 2014 tiene un apartado titulado “Destino común de los bienes”, en el que Francisco sostuvo: “La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada”.

Se trata de una tesis que también había sido abonada en 2020, cuando Francisco publicó Fratelli Tutti. “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente”.

Y para que no queden dudas, en la encíclica que se convirtió en su documento más político, Bergoglio destacó: “La fragilidad de los sistemas mundiales frente a la pandemia han evidenciado que no todo se resuelve con la libertad de mercado”.

El temor al “guevarismo” de Francisco ocultó que era una postura conocida.

“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo”, sostuvo Marx en Crítica a la filosofía del derecho de Hegel. Marxistas y católicos no comulgan. Sin embargo, con su nuevo paradigma, Francisco rompe con una histórica tradición promercado y capitalista que lleva varios siglos en el Vaticano.

En La lucha de la Iglesia contra el comunismo, el politólogo mexicano Joseph Ferraro recuerda la larga lista de enfrentamiento que tuvo la Santa Sede contra la doctrina marxista.

La guerra que llevaron a cabo los jefes del Vaticano comenzó en 1846, cuando Pío IX publicó la encíclica Quipluribus, en la que condenó al comunismo. Lo mismo hizo León XIII, quien en 1891 calificó al socialismo de “un cáncer que pretendía destruir los fundamentos mismos de la sociedad moderna”.

Luego, Pío X y Benedicto XV protagonizaron el enfrentamiento contra el socialismo real porque en las primeras décadas del siglo veinte presenciaron desde la Santa Sede el nacimiento de los bolcheviques y el posterior triunfo de la Revolución Rusa al mando de Lenin.

Pío XI hizo lo propio en 1937, al afirmar que el fin del comunismo es destruir la religión y la civilización. Más tarde, Pío XII confirmó esa lógica y Juan XXIII la profundizó, al trazar los lineamientos del Concilio Vaticano II (1962-1965) con el objetivo de contener al comunismo. Mientras que Pablo VI estableció nuevas líneas rectoras anticomunistas y las expuso en su encíclica Ecclesiam Suam de 1964.

Luego del breve papado de Juan Pablo I, su sucesor Juan Pablo II fue quizá el mayor exponente anticomunista. Nacido en una Polonia subordinada al Kremlin, hizo de la lucha contra la URSS uno de sus pilares. En la encíclica Centesimus Annus, publicada en 1991 tras la caída del Muro de Berlín, se preguntó: “¿Se puede decir quizá, que después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que traten de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del progreso económico y civil?”.

Tras la desintegración del bloque soviético, llegó el turno del alemán Benedicto XVI, que vivió en un país dividido por la Guerra Fría y en su carta encíclica Deus Caritas Est anunció: “Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio”.

Con esta postura, el Papa rompe con una histórica tradición anticomunista.

Gianni Vattimo es uno de los principales autores de la filosofía posmoderna que, desde una corriente de izquierda, se muestra especialmente interesado por la religión. Se trata de una inclinación muy presente en su obra, que se ve reflejada en trabajos como Después de la cristianidad: por un cristianismo no religioso, Después de la muerte de Dios: conversaciones sobre religión política y cultura, y Dios, la posibilidad Buena: un coloquio entre el umbral de la filosofía y la teología.

Vattimo tuvo el primer contacto personal con Bergoglio hace tres años. El Papa quería agradecerle el libro que el autor le había enviado al Vaticano. El trabajo titulado Alrededores del ser reúne una serie de ensayos filosóficos que recorren el pensamiento de Vattimo, a través de agudas reflexiones sobre la religión, el capitalismo, la democracia, el arte o la globalización.

Luego de ese encuentro, el jesuita argentino y el intelectual italiano entablaron una fecunda relación que se mantiene hasta la actualidad.

Hoy Vattimo recurre a la ironía para anunciar que si se produce una revolución socialista debería ser encabezada por Francisco. Curiosamente, es la ironía también la que le permite a Francisco demostrar que ya nada queda en el Vaticano de aquella “santa cruzada” denunciada por Marx.