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Pandemia y muerte de la democracia

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La pandemia generó un peligroso efecto dominó que pone en peligro a la democracia. | Pablo Temes

En Una casa sin cortinas se indaga sobre el legado de la presidencia maldita del peronismo, protagonizada por María Estela Martínez de Perón. El documental, que fue estrenado el mes pasado, recuerda la lenta pero inexorable degradación a la que ingresó Argentina tras la muerte de Juan Domingo Perón y el ascenso al poder de su esposa y vicepresidenta en 1974.

Sin formación política ni intelectual y sin ningún tipo de experiencia previa, la primera presidenta electa de América encabezó un gobierno enmarcado por una feroz crisis política, económica y social, que inició el terrorismo de Estado en manos de la Triple A, hasta ser derrocado por la última dictadura militar. Isabel fue encarcelada, exiliada y descartada.

El excelente film dirigido por Julián Troksberg señala que, a pesar de haber integrado la fórmula más votada de la historia argentina, Isabel terminó siendo invisibilizada: se convirtió en un fantasma político que encarna la muerte de la democracia argentina.

¿Por qué es necesario retroceder casi cinco décadas para analizar la emergencia actual? Porque la pandemia ha creado en Sudamérica condiciones de extrema inestabilidad social y política que presentan serias amenazas a las democracias, un desafío que no se veía en la región desde la restauración de los gobiernos constitucionales en la década del ochenta.

La pandemia ha creado condiciones extremas de inestabilidad social y política.

Perú es el más reciente ejemplo de esta tragedia. El coronavirus golpeó a esa sociedad con una virulencia sin igual. Es el país que tiene el récord mundial de mayor cantidad de muertos por millón de habitantes y solo la debacle política y sanitaria actual posibilitó que Pedro Castillo y Keiko Fujimori lucharan en un balotaje impensado.

A la angustia y el horror generados en Perú por el Covid, se sumó en los últimos días una campaña monopolizada por el miedo a ambos candidatos, un temor fagocitado hasta el cansancio por un sinfín de fake news, y un peligro latente de interrupción democrática, por advertencias cruzadas de desconocimiento del resultado electoral. Son antecedentes que ponen en jaque a un país que viene siendo jaqueado desde hace varios años.

El politólogo peruano Alberto Vergara es profesor e investigador en la Universidad del Pacífico de Lima y advirtió en el New York Times que el difícil momento que atraviesa su país “requiere de una grandeza y humildad que estos candidatos y sus aliados no han mostrado pero que deberían estrenar, gane quien gane”.

En Cómo mueren las democracias se aclara que no hay golpes de Estado clásicos.

En un reciente artículo titulado Tiempos recios en Perú, el coeditor de Política después de la violencia. Legados del conflicto Sendero Luminoso en Perú, aseguró: “El tino debería llevarnos a constatar que ni los votantes de Fujimori son una masa de corruptos antipatriotas, ni los de Castillo unos comunistas antiperuanos. Somos, eso sí, una ciudadanía apaleada por la pandemia como ninguna otra en el mundo. Un país marcado por deudas y deudos. Fujimori y Castillo difícilmente le hubieran ganado a ningún otro candidato, uno de ellos estará en la presidencia como fruto de un gran azar. Ahora deben desterrar el vocabulario del fraude y del golpe de Estado. Un país diezmado y de luto por la pandemia necesita la esperanza de poder remar todos juntos”.

En Cómo mueren las democracias, un ensayo que va camino a convertirse en un clásico de la ciencia política moderna, Steve Levitsky y Daniel Ziblatt destacan que los regímenes electorales ya no terminan con un golpe de Estado clásico. Ahora no hay tanques en las calles, ni Fuerzas Armadas en los Palacios de Gobierno. La agonía es más lenta, casi imperceptible, advierten los autores, ambos politólogos y docentes de la Universidad de Harvard.

Se trata de un paradigma que se había confirmado tras la aparición de líderes outsiders y antisistémicos, como Donald Trump o Jair Bolsonaro, pero es también un escenario que se comprueba a medida que la pandemia agiganta el problema. “La mayoría de las quiebras democráticas no las provocan soldados ni generales, sino los propios gobiernos electos”, anticipan Levitsky y Ziblatt.

De cuatro niños que se sientan a una mesa, solo uno cena en Argentina.

Argentina debería prestar atención a este fenómeno. Desde hace muchos años el crecimiento económico del país es negativo, la inflación se multiplica a niveles escandalosos y la desigualdad no para de azotar a un cada vez más frágil entramado social. Un cóctel muy peligroso que se expande con cada paso mortal de una pandemia que ofrece su faceta más dramática en la actual embestida.

Esta semana, por caso, se conoció el último informe presentado por el Observatorio Social de la UCA y por Cáritas. Allí se advierte que la crisis crónica de indigencia y vulnerabilidad se multiplicó en medio del avance del Covid y en la actualidad cada cuatro niños que se sientan a una mesa, solo uno come todos los días en nuestro país. El paper titulado “Un rostro detrás de cada número: radiografía de la pobreza en la Argentina” describe una realidad abrumadora que a todos debería interpelar, sin importar cualquier tipo de grieta.

Pero la opinión pública argentina no debatió esta semana sobre los chicos que se van a dormir sin cenar. La atención se concentró en barcos que vinieron de Europa. Se trata, claro está, de una discusión menos dolorosa.