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Fuego en Casabindo

Lectura
Lectura | José Antonio Alba / Pixabay

Empiezo a leer Fuego en Casabindo, de Héctor Tizón, un autor de cuya obra guardo el mejor de los recuerdos, pero que dejé de frecuentar hace tiempo, sin motivo alguno que pueda aducir. Lo retomo porque, viendo el ejemplar en la biblioteca, me siento en falta.

 Ya en la primera página, más allá de algunos énfasis, se empieza a sentir el hálito de Juan Rulfo. A la página siguiente, aparece el sustantivo “páramo”, lo que confirma la primera impresión. Me digo que, puesto en evidencia para sí mismo la influencia del mexicano, a Tizón le hubiera convenido eliminarla para no pecar de inadvertido, o quizá la puso a propósito, como una especie de guiño de complicidad para los lectores de su presente (la novela fue publicada por primera vez en 1969). 

Me digo que ambas posibilidades dejaron de existir. 

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Después de cincuenta años, salvo algún especialista perdido, nadie ve la relación entre texto, contexto, influencia y libro influyente, porque nadie ve ya la relación entre la obra de Héctor Tizón y la de Juan Rulfo. Y eso por un sencillo motivo: nadie sabe ya quién fue Héctor Tizón, y nadie sabe ya quién fue Juan Rulfo. 

Puesta en ojos de los otros, lo efímero de la literatura me aterra hoy más que nunca. Me digo que si Tizón y Rulfo no existen, yo tampoco existo o pronto dejaré de existir, si es que existí alguna vez (claro que nunca es un yo, siempre es una obra). 

Sufro un mareo, antes del desmayo veo que empiezo a desvanecerme. Antes de mi desaparición, veo que aparece Borges. Ocupa mi silla y empieza a hablar boludeces.