Donde sorprende la oportunidad, avecina la catástrofe. Me llega el aviso de un evento singular. Una institución norteamericana invita a interesados de amplio espectro, desde investigadores hasta poetas, de novelistas a historiadores, a participar de un concurso dotado de un premio en euros y una habilitación para establecer una residencia de un año en la Biblioteca Británica. El requisito es que el aplicante haga un uso extensivo de los materiales acumulados en la Biblioteca y que tenga un proyecto de escritura, tanto de ficción como de no ficción, ya sea escrito en inglés, español, portugués o cualquier lengua originaria de América. El que gane deberá realizar uno o más viajes de investigación in situ.
Qué escritor no tiene un proyecto a medida? Si quieren América, lo tendrán
Desde luego, ¿qué escritor no tiene un proyecto a medida? Si quieren América, lo tendrán. Por un instante, me imagino ganador. La felicidad tiene sus complicaciones, que se despliegan en la mente de inmediato. No es fácil sacar pasajes, nunca, y devolverlos menos. Sobre todo cuando algunas líneas aéreas ya no tienen oficinas físicas. Pero supongamos resuelto el primer problema. Para los claustrofóbicos, el avión es un ataúd. Solo se caen los aviones en los que yo viajo, y el hecho de que hasta ahora semejante desgracia no haya ocurrido no resulta una excepción a la regla. En fin. Llego a Londres. Mi inglés es paupérrimo, pero me las arreglo y llego hasta la Biblioteca. Por supuesto, no me sé explicar, farfullo vaguedades, nadie entiende de lo que hablo, así que prefiero pasear por el lugar, observar las distintas salas, testimoniar el afán con que los imperios colectan testimonios de su recorrido sangriento por los países expoliados. Me pierdo en la sala egipcia, no sé encontrar la salida. Es de noche. De pronto se apagan las luces. Voy de acá para allá, tropiezo, golpeo contra algo que huele a ceniza milenaria. En la oscuridad, nadie me oye gritar cuando la tapa del sarcófago se cierra sobre mí.