Hace unos pocos días, y de manera casual, recordé una escena de mi infancia. Un domingo, temprano en la mañana, mi padre me despertó diciéndome que íbamos a ir a una excursión de pesca. Era raro eso, porque nunca antes habíamos ido a lago o río o mar alguno para pescar nada, pero desde luego no era una invitación o una orden a la que me pudiera resistir. No puedo evocar mi impresión de entonces, pero supongo que me habrá enorgullecido que él contara conmigo para esa excursión. Fuimos, en auto, no sé adónde. Solo recuerdo que el recorrido era largo y aburrido, lleno de curvas y contracurvas, y plumerillos ondeando y soltando pelusas evanescentes al costado de la ruta, entre casas y casas abandonadas, y al final estuvimos frente a una especie de estuario y yo tenía mi pequeña caña con tanza de una medida fija y un corcho pintado de rojo brillante como flotador y un anzuelo encarnado con una lombriz que se retorcía de manera penosa, conmovedora, asquerosa, y que mi padre tenía una caña con reel y un tiro largo, y que hizo el movimiento adecuado, llevando la caña hacia atrás y luego soltando, con el envión, y la tanza zumbó y el anzuelo y el flotador cayeron a lo lejos, chapoteando en el agua, tan lejos que ni se veían.
Mi padre empezó a recoger la línea, porque esa era la modalidad de pesca, arrojar y recoger, una vez y otra vez, hasta que algún pez picara. Creo recordar que entre el agua abierta del estuario y el borde barroso donde estábamos de pie se interponían algunas cañas o helechos o bambúes, o tal vez papiros, vaya uno a saber, la botánica nunca fue mi fuerte. Pero sí sé, estoy seguro, que mi padre tiró una o dos veces sin que picara ninguno de esos bichos escamosos llamados bagre o dorado o pacú o surubí, y que a la tercera vez el sedal se fijó en alguna parte. Él recogió, incluso, creo, dijo: “¡Picaste, guacho!”, pero la tanza se resistía y el carrete se había trabado. Mi padre tironeaba, hacia arriba, hacia abajo, la caña se curvaba, parecía que fuera a romperse, y después, de pronto, se torcía para el costado. Trabazón total. Hasta que después de un rato, así como se había enganchado en algo, la línea se desengachó y mi padre pudo ir recuperando riel. Lo hizo despacio, por las dudas. Quizá, contra toda evidencia, seguía conservando la esperanza de que al final del camino hubiera un pescado espléndido, un luchador del fondo, dueño de una estrategia de lucha y resistencia singulares. Pero lo que terminó por sacar del agua era el hilo de nailon enrollado infinidad de veces sobre sí mismo y ensortijado de perlas sucias, un collar hecho con musgos malolientes, juncos, basura acuática, gelatinosa y un poco podrida. Lo que se llamaba “una galleta”.
Mi padre se volvió hacia mí, que tampoco había pescado nada, y me dijo que desenredara esa galleta.
No recuerdo cuánto estuve intentándolo, tratando de pasar el extremo de la tanza, con su flotador y su anzuelo, a través de cada uno de los nudos, para desatarlos. Pero sí conservo la impresión cierta de la desolación, de la sensación de que fallaría, que resolver esa serie de entrecruzamientos infinitos era una tarea imposible. Estuve así, no sé si al borde del llanto, tragándome la ira por esa estafa –¿qué tenía que ver aquello con algo parecido a la felicidad de una aventura compartida?–, sintiendo la humedad que pasaba a través de la suela de las zapatillas y me empapaba los pies, el frío creciente del atardecer. Y en algún momento, no sé quién, pero alguien, se me acercó, me dijo “a ver, pibe, dame eso”, sacó una pequeña navaja y cortó la galleta por ambos extremos, y recuperó flotador y anzuelo. ¿Fue mi propio padre, compadecido al fin o despreciándome por mi inutilidad? ¿Era otro pescador, un pescador verdadero? ¿Una modesta encarnación litoraleña de Alejandro Magno?
No puedo saber de quién se trató, pero es curioso. En esa modesta escena se condensan mis dos deseos, o mis dos fatalidades de escritor, o mis dos posibilidades de escribir y de encarar cualquiera de los órdenes de la vida: por anudamiento y por corte. Y en ese doble recurso hay una matriz de salvación. Si hay miseria, que se note.