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sustituciones

Fuiste mía un verano

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Durante años me volvía a la mente una pregunta en apariencia banal. Lo hacía con insistencia sospechosa, como la pregunta de un obsesivo que se vuelve idiota o que pasa de la normalidad de su estado grave a uno digno de mayor preocupación. La pregunta era: “¿Por qué en los veranos de mi adolescencia más temprana empecé a bajar a la playa a la hora en que caía el sol?”. Lo cierto es que en algún momento alteré la conducta del veraneante típico y llegaba a la playa cuando los bañistas ya juntaban sus toallas y se iban a sus departamentos de clausura…

Durante años no tuve respuesta a esa pregunta. Nada más extraño que quebrar un hábito (tomar sol) y sustituirlo por otro (no tomar sol) sin tener una explicación al alcance de la mano. De golpe, solarmente, mi mente se iluminó: fue por un fracaso de amor.

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Yo tendría 11 o 12 o 13, y ella tal vez 15 o 16. Era un verano cualquiera, en ese lugar de veraneo donde el mar se mira desde una playa cada vez más angosta y donde el sol desaparece a las tres de la tarde a causa de los edificios que lindan sobre la avenida costera con toda falta de criterio de urbanización. A mí me conmovía el verde profundo de sus ojos y no hacía más que mirarla y sonreírle, y cuando ella –una y única en la colmena de las carpas– pasaba y me miraba sin verme yo desviaba la vista a causa de su insoportable fulgor. Y como ella me gustaba, un comedido me dijo: “¿Por qué no vas y le hablás?”. Y fui. No sé qué le dije. No recuerdo siquiera haberle dicho algo ni que ella me haya contestado; sí recuerdo la sensación de una enorme timidez, de hablar como quien pide disculpas.

Pero algo le debo haber dicho, porque al día siguiente una especie de gorila que me llevaba una cabeza, dos espaldas y diez años se me acercó, me puso una mano en el hombro y me dijo: “Vení, vamos a caminar”, y entre caminando y empujándome me dijo que él era el novio de mi adorada y que no me le acercara más... Lo único que recuerdo de mi respuesta es lo abyecto: que estaba solo y buscaba una amistad. Lo siguiente que recuerdo es haberme comprado la edición en dos tomos de la maravillosa Sinuhé el egipcio y haberme enamorado para siempre de la cruel Nefer Nefer, de ojos de intolerable fulgor. La sustitución obra lo suyo y la playa, prudentemente, había perdido para mí todo su encanto. En las casas de música sonaba como un chiste el tema de Leonardo Favio.