El fútbol y yo no habíamos tenido, hasta ahora, el gusto. Pero bizarras circunstancias me han llevado a enfrentar los misterios del balón. Transito ese duro pasaje desde ese espectador idiota que moldea la televisión –ya bien definido por Umberto Eco– a ese otro que comprende levemente qué es lo que está en juego. Mis compañeros de aventuras (los dramaturgos de la modesta, pero pujante selección formada para enfrentar a los autores alemanes en la Feria del Libro de Frankfurt) me dejan jugar y después esperan ansiosos mis reseñas porque las suponen escritas en otro planeta. Desde mi propia atmósfera, me veo en la inusual situación de teorizar a menudo sobre la relación fútbol/teatro. Y no hay relación, salvo que uno quiera intentar lo que no se puede: desentrañar el misterio de la identificación. No seré ni el primero ni el último que fracase intentándolo.
La identificación en cine y en teatro (según André Bazin) sigue dos caminos opuestos. Mientras que en el cine la identificación es una ilusión total y perfecta (en la oscuridad anónima de la sala uno se identifica con el héroe; uno puede “ser”el héroe, ya que éste no es más que luz), en el teatro no me puedo identificar con él, no puedo ser él, porque ambos ocupamos el mismo tiempo y lugar. Entonces, cuando creo que habrá identificación, sólo hay oposición. Me “opongo” al héroe. Sus acciones están para ser juzgadas, no para ser vividas en la intimidad de mi fantasía. Además, en teatro, mi fantasía no es íntima: es pública. La comparto con un público, un pueblito a escala. El teatro me ofrece ironía, juicio, disenso. El cine, fantasía erótica: lo que es sexual en cine lo es en mi cabeza; lo que es sexual en teatro es grosería y vieja avantgarde.
En el fútbol se dan las dos formas contradictorias de este fenómeno: identificación con el héroe (cuando lo es) y oposición ontológica rabiosa (cuando juzgamos cómodamente sus debilidades técnicas o humanas).
Cualquier cincuentón echando panza con una birra en el sofá puede escrachar sin piedad a un Higuaín que yerra contra Nigeria, sólo para vivir con él (siendo él) contra Corea la ilusión magnífica del gol en plural. ¿Qué ocurre entre una percepción y la siguiente? ¿Es que Higuaín mejora? No, no. Higuaín es un profesional de lo que hace, y lo hará con más o menos suerte. El azar que es incontrolable (como Messí) es el que permite pasar de la identificación erótica y perfecta a la impiedad del juez impune de sofá y panza.
Además del héroe, está la otra cuestión. Identificarse con una camiseta es la cosa más extraña y más simple del mundo, además de un negocio formidable. Pero esta identificación contiene la neurosis que he descrito. A diferencia del teatro, donde existen infinitas variaciones del argumento, el fútbol crea su argumento poniendo siempre la misma escena: la batalla del hombre contra el azar. Su tema es siempre el mismo: vencer la muerte. El gol no es más que una metáfora acordada en la trama azarosa de esa catástrofe que se juega sin las manos.
Por lo demás, sigo sosteniendo lo que a mis compañeros tanto horroriza, pero que a la Sarlo le parecería razonable: ganar es fascista. Le otorga alegría al ganador, claro, pero sistematiza el principio oculto del fascismo: la supremacía de una idea cualquiera por sobre la contraria. Si ganar es fascista, ¿qué es perder? ¿Tiene más nobleza? La respuesta es no. He allí el mayor misterio del juego. Y la clave ideológica que sella su necesidad y encolumna a los pueblos.
Ya hemos ganado partidos (algunos milagrosamente: uno cinco a cuatro, con los cinco goles convertidos en los últimos 15 minutos; otro con un gol mío –el único de mi vida– que aún permanece en el territorio de lo inexplicable), y también los hemos perdido. Los partidos perdidos traen reagrupamiento, traen cuestiones, inauguran pensamiento. Los partidos ganados traen sólo alegría, que tal vez sea la simple supresión de esas tres cosas.
Sólo un loco puede querer perder el mundial. Un loco o alguien fuera de las convenciones sagradas (y profanas) del fútbol. Pero locos hay muchos. El otro día, durante un partido, murió una mujer conocida de mi madre. La historia es truculenta. Ser pobre y morirse sin ambulancia es espantoso de por sí, pero morirse entre vuvuzelas es dolorosamente ridículo. En el cementerio en Merlo no la enterraban porque justo a esa hora, según afirmaban las autoridades, ocurriría una desratización. Hubo que esperar hasta que unos uniformados albicelestes burlaran la muerte cinco husos horarios más allá para poder seguir adelante con el ritual absurdo y desesperante de la muerte.